Por Eloy Garza González
Hoy, por primera vez en la pandemia, salgo a pasear con Mito. Es la nueva normalidad. Cuando llegué a este barrio, hace veinte años, salía yo solitario al parque: no tenía perro a quién pasear. Sabía cómo aburrirme, no como ahora. Caminaba por la calle Neil Armstrong, una nomenclatura ya entonces pasada de moda, anacrónica, pero que en su tiempo, cuando se fundó esta colonia, era símbolo del mañana: caminar por la luna era como caminar sobre el futuro.
Una anciana flaquita, enjuta, me decía adiós desde su cochera, sentada en una silla de plástico: cubierta por un suéter y una bufanda. La mano vacilante, los pómulos saltones, y a sus pies un perrillo caniche, negro, con más olfato que su dueña. No me ladraba el perrillo, solo movía la cola. Así transcurrieron ocho, diez años. Hasta que llegó a mi casa Mito.
Para entonces el caniche había muerto, quizá de viejo. Sacaba yo a Mito a pasear por las tardes y en la cochera de la anciana, sobre la calle Neil Armstrong, seguía el caniche a los pies de su dueña: la cola erguida, la pata derecha a punto de dar el paso póstumo. Solo los ojos del perrillo no eran suyos: eran ojos negros, de canica.
Corría Mito por la calle, hasta la cochera y veía a la anciana, olfateaba al caniche disecado y se quedaba tieso, confundido. Yo nunca dejé de saludar a mi vecina. «Juegan los canes», me decía ella, en su silla de plástico, atada ahora su nariz a un tanque de oxígeno. Sonreía yo y jalaba la correa de Mito. Huíamos al parque.
«Juegan los canes», susurraba la anciana, todas las tardes, desde su tanque de oxígeno. Y yo comencé a detestar esa voz. Un día llegó una ambulancia por mi vecina, y no la vi más. Ya no jugaron mi perrillo de verdad y ni el suyo de mentiras. En la cochera de esa casa colgaron un letrero que decía: «se vende».
Hoy salgo con Mito a reconocer el parque: a verlo con ojos de futuro; que el mundo siga en su lugar. Camino por la calle Neil Armstrong. En la casa de mi vecina ya no está el letrero de «se vende». Tres cargadores suben a un camión de mudanza muebles viejos, alfombras rotas, una lámpara de pie partida en dos. En una bolsa de plástico, tirada en la banqueta, se asoma la punta de una cola erguida y dos patitas tiesas.
Vuelvo a mi casa de prisa. Dejo a Mito, sin su paseo en el parque. Medito en lo lento que nos deja eso que no tiene nombre. No se va de pronto; se aferra a su tanque de oxígeno, se diseca para imaginar que puede eternizarse. Hasta que una tarde nos levantan la cuarentena, nos creemos liberados, sin saber que lo innombrable nos sigue como sombra, nos envuelve en su bolsa de plástico, y nos deja en mitad de la banqueta, esperando a subirnos al camión de la mudanza.