Por Félix Cortés Camarillo
A partir de esta mañana estaremos entrando, con profundas dubitaciones, en algo que con su limitada imaginación la administración del presidente López llama la nueva normalidad; el gobernador de Nuevo León le dice nueva realidad, con un acierto tal vez accidental porque ciertamente a partir del primero de junio nada va a ser normal de nuevo.
O sí. El asunto es que los gobernantes mundiales, federales y locales no tienen ni puta idea de a donde estamos entrando hoy.
De alguna forma, los humanos debiéramos estar acostumbrados a despertar de cuando en vez a una realidad totalmente distinta a la que nos tenían acostumbrados. Luego de la gran crisis económica de 1939 en los Estados Unidos, Roosevelt tuvo que inventar en New Deal (“un carro en cada garaje, un pollo en cada cacerola”) y todos nos fuimos con ese anzuelo. Fue necesaria una guerra mundial, diez años más tarde, para que la economía de los Estados Unidos se recuperara gracias al gasto en armamento, y nos llevara a los mexicanos en su cabús.
Cuando el terrorismo islámico dio su gran campanazo derribando el gran símbolo del comercio mundial en Nueva York, todos tuvimos que adaptarnos a una realidad inexistente antes, de manera especial en el terreno de los viajes: las revisiones minuciosas y corporales antes de cada vuelo fueron solamente la expresión del fenómeno principal del desplome de las torres gemelas. Nos perdimos la confianza los unos de los otros y vimos en cada uno de nuestros vecinos a un potencial terrorista.
Que es lo mismo que nos está sucediendo hoy.
Antes de este lunes ya comenzamos a desconfiar de todo aquel –aquella- que no lleve el rostro cubierto por una mascarilla si no es asaltante de bancos. Es un potencial portador del coronavirus que llegó a nuestro mundo para quedarse. Y tenemos razón.
Aunque el peligro principal no es que los diez mil muertos mexicanos por el Coravid 19 se conviertan en cien mil, cosa probable, sino que la inactividad económica nos lleve a un número mayor de muertos de hambre o de violencia provocada por el desempleo y la miseria, la única certeza que tenemos es que la violencia disminuyó notablemente, al menos en Nuevo León, durante el confinamiento obligado.
No hay que olvidar que esa prisión domiciliaria tuvo su influencia en el incremento de la violencia intrafamiliar; nunca hemos estado acostumbrados a convivir con nuestra esposa durante largo tiempo incesante. La irritabilidad se incrementó. Pero la otra violencia, la callejera, se quedó en cuarentena.
De esta suerte, estamos reiniciando la vida en un contrasentido. Precisamente cuando la curva de contagios y muertos por el coronavirus llega a su cúspide, vamos a poder ir a los centros comerciales, los restaurantes y bares, peluquerías y cafés y otros sitios siempre y cuando respetemos el metro y medio de distancia entre unos y otros. Lo más importante es que los trabajadores de las cervecerías, cementeras, acereras y otras actividades básicas –para ellos- han podido regresar a su chamba cuidándose los unos a los otros pero generando un salario indispensable.
Las puertas se han abierto para un desenfreno inevitable que incrementará los contagios. Precisamente cuando el grito de los palenques antes de soltar los gallos, el “cierren las puertas señores”, era más que indispensable por un mes más.
PREGUNTA PARA LA MAÑANERA, porque no puedo entrar sin tapabocas.: Señor Presidente, con todo respeto: ¿No hubiera sido mejor ponerse el tapabocas en el Sureste?
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