Se cumplen veinte años de la muerte de Jaime Sabines, rock star del universo poético mexicano que se nos fue a los 72 años, víctima del cáncer. Sabines nació maduro para la poesía. Cuando publica Horal, siendo un veinteañero chiapaneco, ya es dueño de un lenguaje personalísimo e intransferible, que detecta fielmente el gusto popular y lo ribetea de arte sentimental al alcance de las masas. Eso no le demerita sus abundantes lucimientos: no habrá un equiparable suyo en las nuevas constelaciones de poetas, porque como Efraín Huerta, o en otro sentido Amado Nervo, es víctima de la popularidad inexplicable (toda celebración colectiva es un absurdo). Sin ánimo reduccionista, Sabines es el equivalente en la literarura, de lo que José Alfredo Jiménez fue para la canción vernácula, o José Guadalupe Posadas para la gráfica: personajes de extracción netamente mexicana, de vecindad, cantina y barriada, que no podrían extrapolarse a otras culturas u otros ámbitos.
La inspiración de sus poemas las bebió Sabines del tequila (aunque él prefería el ron, del que podía enumerar cada marca sin titubeos según procedencia de país y región concreta), las absorbió de los gimnasios y las funciones de box, y las ingirió en las fondas de comida corrida y los lupanares. Sin embargo, no ejerce nunca el folclorismo pintoresco. Abreva más del Siglo de Oro español que del romanticismo mexicano (si bien su obra delata una influencia marcada de Salvador Díaz Mirón).
Sabines se sentía cómodo en el olor de multitud: acostumbraba los auditorios masivos con feligreses celebrantes (ahora les dicen fans) y nunca negó, sin alardearlo de más, que su hábitat contradictorio eran los mítines del PRI. Eso no le impidió escribir poemas que rezuman genuina indignación por la masacre de Tlatelolco, ni recurrir a las insubordinaciones del amor: “Yo no lo sé de cierto, pero supongo / que una mujer y un hombre / algún día se quieren, / se van quedando solos poco a poco / algo en su corazón les dice que están / solos”.
Octavio Paz quiso ser el cantor de la pareja que se aísla en un cerco de amorosa rebeldía, pero fue Sabines, con su emoción descarada, no Paz, con su intelecto gélido, quien convirtió el acto sexual en una demolición de convencionalismos y buenas conciencias. Los amorosos, en la raya de la cursilería, es el poema de los amantes sin sosiego. Y encima de todo, solitarios: “Los amorosos son los insaciables, / los que siempre —¡qué bueno!— / han de estar solos”.
Pasan las décadas y las generaciones y siempre habrá un declamador que en voz alta, de memoria, frente a un público arrobado por los misterios de la lírica, declare la revolución que enciende dos cuerpos desnudos, en el instante eterno de la cópula. Y las hormigas del erotismo que picotean la piel del oficiante: “Cualquier día despiertan, sobre brazos; / Piensan entonces que lo saben todo. / Se ven desnudos y lo saben todo”.
Sabines fue un amasijo de contradicciones: rebelde pero priista, enamorado del poder, pero insumiso, intelectual pero netamente popular, medido en el ritmo clásico y los endecasílabos cuidados, pero desatado en el temperamento. Nada lo retrata mejor que una estrofa sin ancla ni amarres: “¡A la chingada las lágrimas!, dije, / y me puse a llorar / como se ponen a parir”. Sabines es el poeta del corazón, pero no como ente abstracto, sino del órgano verdadero, que a veces late dentro del pecho con desgano, se cansa de tanta arritmia, se le revuelven la sístole y la diástole y a la postre deja de latir, para podrirse de depresión y nostalgia por la muerte, que es la de cada uno y la de todos. Que no descanse en paz, Jaime Sabines, porque su obra inquieta y apasionada no merece la prisión asfixiante del reposo eterno.