Por Félix Cortés Camarillo
Por ahí del 16 de enero de 1969 iba yo subiendo por la plaza de Wenceslao en Praga, cuando por unos cuantos segundos estuve a medio de metro de un Jan Palach en llamas, un joven estudiante de filosofía que se había rociado de gasolina y había prendido fuego a su cuerpo en el mero centro de la entonces capital checoslovaca. Al estilo bonzo se había inmolado como protesta por la invasión de su país por los soviéticos. Con el olor a chamusquina impregnado en mi abrigo seguí a mi oficina.
Desde esa tarde me siguió inquietando la interrogante de qué era lo que impulsaba a algunas personas que como Jan estaban dispuestos a desprenderse del don más preciado, el de la vida. El joven estudiante de filosofía tenía un motivo: la humillación nacional, la muerte de algunos compatriotas, el nacionalismo que en estos países del centro de Europa es muy intenso. Pero, ¿los demás?
Hay investigaciones muy escasas sobre el suicidio anteriores al siglo XIX, aunque el homicidio -por ejemplo- está documentado desde el Génesis en el que Caín le sorraja un pedrusco en la cabeza de su hermano Abel sin causa justificada. Las causas de los suicidas son menos conocidas aún.
Las cuatro motivaciones desde entonces determinadas, nos dicen que uno está dispuesto a quitarse la vida por conocerse víctima de una enfermedad incurable y mortal, una miseria material insoportable, la ira comprensible por descubrir alguna traición sentimental, generalmente de parte de la pareja femenina, o un trastorno mental indescifrable e irreversible. Desde luego que ésta última puede agrupar a todas las demás.
Yo nunca conocí a Juan Bustillos. Supe que fue de la camada de viejos periodistas que nunca fueron lo suficientemente brillantes como José Alvarado ni lo suficientemente corruptos como el llamado Coronel García Valseca para figurar en la historia de los medios. Ni siquiera le llegó a los talones a Regino Hernández Llergo o a José Pagés Llergo como directores de revistas de opinión. Pero ya pasó a la historia como un célebre suicida. Murió motu propio sin que sepamos el instrumento que le hizo pasar a su nueva circunstancia.
La carta que se le atribuye al hoy occiso -así nos enseñaron en nuestro primer diario que se les decía, y a mí no me molesta- y que Joaquín dio a conocer en las benditas redes sociales, le informa al nieto brillante del general García Barragán y que hoy se encarga de la seguridad de la capital del país, con mayores posibilidades, sobre las causas de su decisión de quitarse la vida. El columnista de muchos años y supuestamente dueño y director de la otrora importante revista Impacto y el diario que heredó sin fortuna su cabezal aduce que la pobreza cercana a la miseria, porque no puede pagar ni el mandado, le obligan a semejante decisión.
El suicidio ha sido acompañado en su explicación durante todo el tiempo de dos apotegmas: se necesitan muchos huevos para quitarse la vida en muy difíciles circunstancias difíciles; también se necesitan muchos huevos para -en esa situación- seguir viviendo.
Juan Bustillos se llevó a la tumba -así también nos enseñaron en el diario primero- las motivaciones de su decisión. Difícil de entender si era realmente dueño de una revista y un diario para vender dos o tres máquinas de escribir, un rollo de papel o una rotativa así sea mínima, antes de beber la pócima mortal, darse el balazo definitivo o colgarse del barrote más sólido de su propio techo último.
Ya Dios lo sabrá.
Y eso no lo aprendí en el periódico de marras.
PREGUNTA para la mañanera porque no me dejan entrar sin tapabocas: con todo respeto, Señor Presidente, ¿naiden le dijo que en la designación de la secretaria de Educación la estaba equivocagando?
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