Por Félix Cortés Camarillo
Los europeos, por su histórico origen que transformó los feudos en estados-nación, practican usualmente la discriminación racial, y me consta en piel propia. La endogamia, una de las tradiciones judías que tiene mucha presencia en el viejo continente, es una sola de las manifestaciones de ese vicio.
Este contribuyó en mucho a la expulsión de los judíos sefaradíes de España en el año magno de 1492 y fortaleció al nacionalismo alemán y apoyó la figura del Holocausto en los años cuarenta del siglo pasado. La superioridad de la raza propia o la inferioridad de las diferentes se sigue practicando hoy en día, cuando el mayor temor de los europeos radicales es la invasión de los «diferentes», la ola migratoria que sigue cruzando todos los días el Mediterráneo en busca de un mejor futuro.
Los ingleses discriminan hasta los de su propio color de piel y nacionalidad por vecindario: los galeses o los nativos de Irlanda o Escocia siguen siendo ciudadanos del Reino Unido de la Gran Bretaña, Escocia e Irlanda del Norte; son iguales, pero no tanto. En el pecado llevan su penitencia: los inmigrantes de dos antiguas colonias británicas, Pakistán y la India, constituyen hoy una presencia inevitable en las calles de Londres o Sussex o cualquier destino de la pérfida Albión.
Esta circunstancia, a la luz de sucesos recientes, ha puesto una vez más sobre la mesa el papel de la institución monárquica en nuestros días.
La casa real británica es la más antigua de las monarquías que sobreviven al paso de los tiempos. Es también la más primitiva, ostentosa, insolente y brutal, a lo que se ve.
Los medios han sabido documentar esos excesos conservadores de esta monarquía: a la muerte de Jorge V, padre de la actual reina, su hermano Eduardo, luego Duque de Windsor, fue efímero rey Eduardo VIII de enero a diciembre de 1936 abdicando por su decisión de casarse con una mujer dos veces divorciada, norteamericana y carente de prosapia nobiliaria, Wallis Simpson.
La princesa Margaret, hermana de la actual reina, tuvo que renunciar a su largo romance con el capitán Peter Townsend, caballerango de sus majestades desaprobado por el gobierno, la iglesia y la reina de Inglaterra.
Ya en nuestros tiempos supimos de los maltratos a la princesa Diana, comenzando por las infidelidades cotidianas de su marido Carlos. Hace unos días, la entrevista de Oprah Winfrey en la televisión estadunidense con Megan Markhel, esposa del príncipe Harry de Windsor ocupó el segundo lugar en el rating, sólo después del Super Bowl. Divorciada ella, actriz, norteamericana y rebelde, dio a conocer qué se siente ser malquerida en el Palacio de Buckingham. El punto más neurálgico fue la inquietud expresada en la corte por el color de piel que iba a tener su primogénito. Megan es prietita, por si no saben.
Lo que no sabemos es qué carajos tienen que hacer las casas reales que aún subsisten. La austrohúngara, la búlgara, la griega han pasado a la historia. Las de la Europa civilizada se han adaptado al ritmo de los tiempos. Sólo la casa de Londres sigue anquilosada y viva. Ya es hora de que desaparezca.
PREGUNTA para la mañanera, porque no me dejan entrar sin tapabocas: con todo respeto, ¿señor presidente, si el aumento del precio de las gasolinas es producto de la especulación, ¿por qué no nos da los nombres de los especuleros?
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