Aquí el que manda soy yo,
y si no te gusta, dilo.
Y si te quieres largar,
te aprendes bien el camino
porque yo sé que después
vas a regresar conmigo.
Vicente Fernández, Aquí el que manda soy yo
Esto va del don de mando. Ni me apena ni me enorgullece: en mi septuagenaria existencia he vivido, he crecido y he sido formado –o deformado, según quien lo vea– por instituciones autoritarias, antidemocráticas, verticales en su modalidad de pirámide, en cuya cúspide habitaba un ser cuyo dictamen, decisión y voz eran inapelables. El modelo era común en lo que llamamos “mis tiempos”.
En el seno familiar, las decisiones y órdenes de mi padre eran indiscutibles; debía valernos de consuelo que los resultados de los actos ordenados correspondían a un buen fin. En mi universidad, fundada en 1368, segunda apenas después de la de Bologna, el esquema de comunicación era vertical. El diálogo era sustituído por un monólogo sabio e incesante, cuya virtud principal fue habernos provocado a todos los que por sus aulas pasamos, la inquietud por leer más, dudar más y, en consecuencia, saber más. En mi trabajo, detrás de la Cortina de Hierro, no hay duda alguna de las cadenas de mando.
De vuelta en el paraíso occidental, las cosas no fueron distintas.
“El que manda, manda” me enseñó don Emilio. “Y si se equivoca, vuelve a mandar”. Y sobre esa premisa que envolvía todos los campos empresariales en los que incursionó, logró edificar una estructura sólida de poder económico, social, político y cultural que a su muerte comenzó a desmoronarse por razones lógicas. Entre otras, porque los tiempos ya no son para esos poderes omnímodos y unívocos.
Personalmente, me tocó ser parte de ese período de transición: mi padre comenzó a respetarme más cuando de adolescente le discutí una decisión errónea. Mi jefe me confesó hace muchos años que me quería y respetaba porque era uno de los muy pocos que se atrevían a decirle no a una decisión suya. Y fundamentar su no.
A cien días de distancia de haberse hecho del poder en México, el presidente López se antoja como un patriarca arcaico. En la apariencia, en México nada más los chicharrones de López Obrador truenan. En la realidad, su afán por dominar todos los temas en todas sus posibles modalidades en las peroratas matutinas lo lleva a las vaguedades de los salarios excesivos del pasado que eran de 600 mil pesos al mes, pasaron a 250 mil y hace tres días se hicieron setecientos mil. Miles que se convierten en cientos, millones que se convierten en miles, y cifras que se reducen, sobre todo en los casos de corrupción, a un “muchos”, seguido de un “lo puedo probar” que nunca cristaliza.
Peor resulta cuando se falta a una de las reglas esenciales de la comunicación verbal: la concordancia. Un subsecretario de Hacienda le dice en Londres al Financial Times, que como periódico tiene cierta importancia, que la refinería de Dos Bocas en Paraíso, Tabasco, está en veremos porque el dinero asignado a su construcción iba a ir directamente a Pemex. Si hay disciplina vertical, el subsecretario, a quien no conozco, ya está cesado. Si hay congruencia, su atinada observación será respetada por el Presidente.
Casos similares hay muchos. En el caso de los alrededor de 22 centroamericanos desaparecidos en San Fernando es solamente uno de ellos.
¿Fueron secuestrados, huyeron, están del otro lado, qué pasó? Cada quien tiene su versión. En el área de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes los ejemplos abundan, especialmente en el caso del Aeropuerto Internacional de Texcoco.
Dije que esto iba de don de mando. ¿Dónde manda el Presidente?