Por Carlos Chavarría
“Cuando un burócrata hace pronósticos tiende a usarlos más para aliviar su ansiedad, que para diseñar las políticas económicas más adecuadas”, Nassim Taleb.
De poco sirve el optimismo de nuestro presidente al insistir en fijar tasas de crecimiento económico más elevadas de las que han determinado la mayoría de los “expertos” nacionales y extranjeros.
No significa que los expertos serán más acertados que el presidente, en un proceso como el análisis de la economía; que mucho tiene de aleatoria; significa que no se ve por ningún lado en los planes de acción que ha desplegado el gobierno hasta ahora, alguna nueva política económica destinada a conseguir que la economía mexicana supere el nivel de estancamiento causado por la extrema dependencia hacia el mercado de los EEUU.
Para reducir la importancia de la relación comercial con los EEUU sería necesario de pronto convertirnos en “la nueva opción para el mundo” de tal suerte que lo que produjéramos compitiera en todo el mundo con ventaja, pero no existe en el discurso del gobierno nada estimulante para tal cosa, como tampoco se percibe una nueva dinámica de las empresas privadas para comerse el mercado mundial.
Otra opción pudiera ser el mercado interno, pero para que éste sea, en alguna medida, un substituto del exterior, tendrían que crecer los salarios reales y esto sólo puede ocurrir si la productividad aumentara significativamente. Tampoco se percibe, en el discurso presidencial imperante, alguna intención de instalar una política salarial que revolucione la productividad en el país; de hecho, la economía informal ni siquiera ocupa algún espacio en la agenda presidencial salvo por el cobro de impuestos para algunos sectores antes “favorecidos”.
La inversión pública podría ser otra fuente para impulsar el crecimiento de la economía, pero los recursos son escasos y se están dirigiendo a programas asistenciales y no a destrabar cuellos de botella en comunicaciones, educación, salud u otras áreas de alto impacto agregado en el corto, mediano y largo plazo.
El Tren Maya, el aeropuerto de Santa Lucia, la Refinería de Dos Bocas, en el mejor de los casos y si todo sale bien, tendrán impactos regionales temporales, pero son proyectos que superan al sexenio actual y los fines del presidente son el subsidiar ineficiencias con esos proyectos y no que el país crezca.
En relación con los esfuerzos para abatir la corrupción y que podrían representar algunos excedentes financieros para aplicarse en gasto o inversión pública, al parecer las figuras que el ahora presidente manejó como candidato no eran sino asuntos de discurso, habida cuenta de que para cumplir con sus ofertas en “bienestar” han tenido que recurrir a importantes ajustes en las organizaciones de todo el gobierno federal para disponer de recursos aplicables.
El planteamiento y acción de las políticas económicas de este gobierno federal tienen vacíos muy grandes en materia de certidumbre y promoción de la inversión y el desarrollo económico y no se ven intenciones de siquiera considerar temas como la modernización de procesos, la evolución tecnológica y en general la mejora de la competitividad, palabra esta que, por otro lado, es casi despreciada por el presidente y su gabinete.
No se conoce el avance de los trabajos para elaborar el Plan Nacional de Desarrollo y poco se difunden los datos con los que se está haciendo.
Las cosas nacionales siguen operando sobre las tendencias que ya se traían de las administraciones pasadas, pero esas holguras se están agotando y no se reconoce el perfil de hasta donde llegara la economía bajo la conducción con metas irreales y estrategias erráticas.
Pareciera que el presidente López Obrador está honrando aquel lapidario pensamiento de Allan Greenspan: “Si los pronósticos no coinciden con la realidad, peor para la realidad”.