Por Eloy Garza González
Hoy hace cien años mataron a Emiliano Zapata. Al héroe uno lo veía de niño, en la primaria, como un señor muy viejo, ensombrerado y de bigotes tupidos. Ahora, a mis flamantes cincuenta años, Zapata es eternamente más joven que yo, porque murió a pocos meses de sus cuarenta. A los niños, Zapata se les aparece como estatua, que es la misma impresión de AMLO cuando lo venera (mucho menos, es verdad, que a otros patricios de la historia nacional que sí metió en el logo de su gobierno). Y las estatuas son todo lo que a uno se le antoje, menos complejas. En cambio, el Zapata casi cuarentón, eternamente joven a pesar suyo, era un ser paradójicamente complejo y enrevesado.
De Zapata no nos queda la memoria de los corridos que resumen sus andanzas, porque hoy ya casi nadie escucha corridos. Esos cantares de gesta, arraigados en el México analfabeta que suplía con versos la ausencia de las aulas, duraban horas y horas, hasta que los obligados cortes de los discos long play, redujeron los corridos a cuatro o cinco minutos máximo. O sea, encorsetaron lo mismo a Zapata que a Villa en grabaciones dosificadas como píldoras anticonceptivas.
De Zapata no nos queda como ejemplo su vida sentimental, porque con la cruzada cuasireligiosa del #MeToo, el personaje histórico es impresentable: decenas de mujeres dejadas, hijos a granel, parejas de pisa y corre y en aquellos campos no quedaba ni una flor.
De Zapata no nos queda su fe en el gobierno central (como bien quisiera AMLO), porque el sureño era escéptico lo mismo de Porfirio Díaz, que de Madero, Huerta o Venustiano Carranza. A todos los metía en el mismo saco de desconfianza. Tampoco fue ciertamente un caudillo iluminado (como lo pinta Alfonso Arau con la cara del drogadicto Alejandro Fernández), ni un galán represivo que hablaba en inglés (como lo interpreta Marlon Brando), ni un idealista crucificado (como lo supone José Revueltas), ni un místico del poder (como lo interpreta en su película Tony Aguilar), ni un inseguro atormentado (como lo dibuja Mauricio Magdaleno en su olvidada obra de teatro).
Zapata fue, en todo caso, un confiable negociador con su gente de Morelos, que hacía ni más ni menos lo que los suyos le pedían. Llegó a comandar ejércitos de desharrapados porque así se lo rogó un consejo de ancianos, casi siempre rebotó sus decisiones con los otros jefes del movimiento (como Genovevo de la O), y más que ordenar, era el primus inter pares, que en buen español quiere decir el primero entre iguales.
Pero volvamos al principio: ¿qué nos queda del eterno casi cuarentón, Emiliano Zapata? La máxima de que nunca se debe jugar para el enemigo. La única vez que Zapata se apendejó (es decir, que jugó para el enemigo), el traidor Jesús Guajardo le tendió un cuatro en Chinameca, hoy hace justo cien años, y lo asesinó a mansalva.
Jugar para el enemigo es un error, sobre todo porque no resulta evidente para casi nadie que mete la pata. Zapata sí solía tenerlo claro. Cuando por cobardía dejas que los injustos se salgan con la suya, estás jugando para el enemigo. Cuando no inculcas en tus hijos el valor de defender lo justo, y aceptas con la cabeza gacha las injurias ajenas, estás jugando para el enemigo. Cuando buscas que las circunstancias difíciles se acomoden a la ley del menor esfuerzo, estás jugando para el enemigo. Cuando finges no darte cuenta de que el poder te agrede, ofende y humilla, estás jugando para el enemigo. Cuando te refugias en tus labores diarias para posponer la batalla que tu familia espera confiadamente de ti, estás jugando para el enemigo.
Esa es la mayor enseñanza del joven Emiliano, además, por supuesto, de que la tierra es de quien la trabaja y de que se debe ser atildado en el vestir y atusarse con grasa los bigotes, para que no se te caigan, en el anticuado caso de que el lector use bigotes, y de que, en algún momento de su vida, hubiese resbalado en los lodazales de una injusticia personal o colectiva. ¿Pero quién no ha sufrido esos reveses, si uno no nació rico, económicamente afortunado ni en pañales de seda? Y aquí termina el corrido de mi llorado general Zapata.