Por Carlos Chavarría.
Un problema clásico de la administración en general, pero más en la administración pública es la asignación de recursos, entre los más importantes, los de inversión.
Por lo regular siempre existen más necesidades que recursos financieros disponibles y la programación de los proyectos en teoría debería hacerse de acuerdo con estrictos criterios de rentabilidad pública y privada. Donde rindan más beneficios sociales y privados ahí deben ir los recursos escasos.
No es un problema sencillo de resolver pues las agendas de operación, así como la influencia de los distintos intereses alrededor del poder que buscan maximizar también su propio beneficio, también presionan por decisiones que les favorezcan.
Más complicado resulta cuando se usan recursos financieros con fines redistributivos, típicos de los objetivos que se conocen como desarrollo social o ahora, como bienestar social.
¿Qué tanto mejora la desigualdad del ingreso al asignar a cada estudiante una “beca” mensual, contra mejorar la red de caminos, o de la opción acercar más las escuelas técnicas u hospitales a las zonas de más alta pauperización?
En el caso de países como México donde los gobiernos no capturan suficientes recursos propios y su proceso de toma de decisiones es bastante deficiente debido a la extrema politización de las mismas, la asignación de recursos es deficiente y el repago de los proyectos pocas veces ocurre como tal, elevando las deudas públicas y complicando más la insuficiencia en infraestructura de servicios.
En esta administración se están debilitando aún más los mecanismos de toma de decisiones de inversión llegando al punto de inventar consensos que ni existen ni son prioritarios con tal de llevar a cabo proyectos que a todas luces no son rentables comparativamente con otras necesidades cuya atención tendrían mayores efectos multiplicativos.
Desde su campaña, el ahora presidente López Obrador presentó un documento que se llamó Proyecto de Nación 2018-2024 en el cual se describen una serie de programas de inversión que desde su planteamiento están afectados por sesgos importantes y que la administración está decidida arrancar sin disponer siquiera de los estudios de viabilidad financiera y técnica.
Arrancar obras sin análisis completos no sólo es tomar riesgos innecesarios sino perder un tiempo valioso para el estado de cosas que guarda la débil infraestructura que se usa en la actualidad.
La inexplicable cancelación del proyecto Texcoco del NAICM a cambio del propuesto en Santa Lucia es nada en comparación del Tren Maya y del Canal Ferroviario Trans-ístmico. Son proyectos que su sola realización podría llevar de 20 a 30 años y de 10 a 30 millones de dólares por kilómetro de vía asumiendo que exista una demanda para producir una corriente de ingresos que mantenga su operación, lo que no ocurrirá.
Casi todas las decisiones que está tomando la actual administración están afectadas por el complejo de racionalidad acotada; que por otro lado y dadas las complejidades del mundo nos afecta a todos; y resulta inexplicable porqué razón nadie le ayuda al presidente en su gabinete guiando más profesionalmente sus pasos.
En el mejor de los casos lo que puede esperarse es que ninguno de los proyectos anunciados se pueda realizar por la simple razón de que el gobierno federal no dispone de esas figuras, a menos que todos sean financiados mediante asociaciones publico privadas o a través de concesiones lo cual es poco probable.