Por Joaquín Hurtado
Alguien me comentó que José Antonio Mead, uno de los implicados en el escándalo Lozoya-Pemex dijo que espera sereno a ser llamado para declarar por actos reprobables del pasado. Bien por él.
Creo que en mayor o menor medida algunos hemos afrontado algún grado de responsabilidad en la execrable corrupción, ya en la función pública o en la privada. Hemos tomado decisiones buenas o malas movidos por distintos motivos. Razones limpias o infames, impulsivas o meditadas; por temeridad o bajo amenazas, por obedecer órdenes superiores o del fuero interno; por ambición, odio, venganza, negligencia, avaricia, o por creernos el autoengaño de que la impunidad es un cheque en blanco que dura toda la vida; otras más por exceso de confianza en gente sin escrúpulos o subalternos traicioneros, etc. Pequeños o grandes crímenes siempre quedan ahí aguardando el momento de cobrarnos la factura.
Quiero desahogar un punto que me sucedió cuando participaba con más tesón como activista del sida.
Me mandó llamar uno de los Secretarios de Salud, quería verme para tratar un proyecto sobre VIH/sida. Acudí a la cita en su oficina. Preparé una exposición en PowerPoint. Cuando empezaba a exponer el proyecto el funcionario me interrumpió, se veía impaciente. ¿Cuánto? -preguntó-¿cuánto cuesta tu proyecto de salud comunitaria? Yo respondí: quiero que el gobierno instale una clínica especializada en detección temprana, presupuesto para atender a personas con prácticas de riesgo y a pacientes ambulatorios, con todos los servicios. Yo pensaba en números grandes, en cientos de miles, en millones de pesos de aquel tiempo. El funcionario sonrió y respondió: si te doy 50 mil para que los gastes como quieras en tu pequeño grupo y nos olvidamos de esa clínica… ¿aceptarías?, nomás pido a cambio cero líos en la prensa para no afectar mi futuro político.
Negocié hasta llegar a 60 mil anuales con proceso de convocatoria público, abierto a otras organizaciones. Traicioné mi palabra y no le armamos un solo lío sino muchísimas broncas. Me detestó. Me volví un apestado para los políticos en turno. Ahí sigo.
Años después, por el trabajo de otros activistas, se montó la clínica y se avanzó médicamente en el campo minado de una epidemia rodeada de rechazo, estigma y abandono.
Ya empoderados algunos de aquellos amigos activistas me declararon la guerra, me desterraron de sus propios enjuagues. Perdí amistades, se deterioró mi salud, no vi ni un solo centavo de los millones que empezaron a fluir a bolsillos de otras organizaciones y a manos privadas. Mi lucha quedó prácticamente olvidada.
Mi error fue no haber seguido el juego perverso llamado corrupción que enriqueció a tantos vivales y a otros nos dejó acabados, fuera del juego. Diablos, imbécil de mí, si era el único juego que debía uno jugar, pensaba yo. Dejarse embarrar la mano y callar. Seguir la corriente y dejarse avasallar por el poderoso. Forrarse de centavos y ser devorado por el sistema. El Sistema. El único: la corrupción.
Ahora vivo con mi exigua pensión de profe jubilado. Otros administran bonanzas obtenidas quizá lícitamente o de plano de manera ilegal.
Del sida como lucha social estoy casi fuera desde hace muchos años. Me apena porque siguen acudiendo a mí personas con necesidades apremiantes. Mi agenda carece de poder, está casi vacía de nombres influyentes. Yo mismo sufro desabasto de medicinas y casi no hay nadie para socorrerme.
Siempre me había arrepentido de actuar tan estúpidamente creyendo en la honradez y en la justicia. Me percibo más vulnerable. Sin embargo hoy que veo a los gigantes chuecos de antaño enfrentar el escarnio público y el banquillo de los acusados esa sensación de haber vivido siempre en el error se me pasa.