Por Eloy Garza González
El mandatario había caído súbita, inesperadamente enfermo. Lo hallaron en el suelo, balbuceante, mojado de orines.
Sus colaboradores cercanos decidieron no contarle a nadie la enfermedad del Supremo. Cuando uno de ellos osó compartir con su esposa que el mandatario sí estaba enfermo de gravedad, recibió una severa reprimenda que casi le cuesta el cargo.
El informe oficial anunciaba que el Gran Hombre había sufrido un ligero percance, pero nada de cuidado, nada de qué preocuparse.
Pravda recordó (para los contados escépticos) que la salud del Gran Hombre era de hierro. En pocas horas, el Líder Supremo había recobrado la energía perdida. Sano y salvo.
Ya cumplía sus deberes como si nada. Despachaba oficios, recibía colaboradores cercanos, firmaba edictos. Guiaba los destinos públicos (y privados).
Su fuerza era sobrenatural. Incluso un miembro del Politburó le vio golpear con el puño su escritorio: “¡Me siento mejor que cuando era un chiquillo!”
Los Grandes Hombres nunca se enferman, nunca sufren recaídas, ni conocen de flaquezas. Son adictos al trabajo. Son más fuertes que los demás: los admiramos, los veneramos, algunos (los más mezquinos) los envidiamos.
Stalin murió el 5 de marzo de 1953.