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Por José Francisco Villarreal

Había una vez, un joven simpático, amable, riguroso en su disciplina escolar, buen rezandero y cliente frecuente del confesionario y de la misa dominical. Su alcoholismo era ridículo: dos o tres cervezas en ocasiones especiales, aunque prefería algo menos vulgar, unos whiskitos (Old Parr, si no, no), o brandy español y en copa (nada de vasos ni refrescos). Nos interesábamos por la misma muchacha que, a su vez, se interesaba por el que tuviera un auto, es decir, ninguno de ambos. Mi amigo tenía además la virtud de ser, a decir él, descendiente de españoles purísimos. Algo que en estas tierras era, no sé si siga siéndolo, un deporte más aguerrido que los clásicos entre hinchas de Tigres y Rayados. En esos duelos de trepar al árbol genealógico nunca fui muy diestro; siempre me quedaba a la mitad, en una rama, tragándome alguna fruta prohibida. Además, lo Villarreal no deslustra lo mestizo, ni lo Chapa garantiza lo italiano. Mi única ventaja en esas lides ociosas fue que yo era blanco e hirsuto y él era moreno y lampiño. El “moreno moruno”, le decía; él me tachaba de “indio barbón”. Con todo, nos queríamos mucho, aunque no tanto como para declinar a la dulcinea a favor del otro (en tanto ella nos declinaba sin piedad a ambos). Algo sí le admiraba: mientras yo trashumaba de la poesía pura de las Matemáticas en FIME, a la Aritmética salvaje de la lengua en FFYL, él se consumaba como intenso activista de un partido político: Acción Nacional.

Durante mucho tiempo conservé la idea de ese modelo de panismo, no en cuanto a una ideología política sino en una personalidad. Los veía como gente buena, honesta, tan pretenciosa como cualesquiera somos. Si acaso me incomodaba su religiosidad excesiva que era tanto católica como patronal. Yo, que inicié mi vida laboral en industrias icónicas de Nuevo León, tenía una perspectiva distinta del procerato empresarial. Claro que no me tragaba el cuento de la “Rerum Novarum”, tan cercana al empresariado paternalista regio de otros tiempos, y no reconozco más padre que el que me arrulló en la cuna. Más tarde vi cómo el panismo se emparentaba cada vez más con su legendario enemigo, el PRI, reproduciendo sus peores prácticas, llevando al poder a personajes grotescos, asfixiándose en un pragmatismo cada vez más cínico.

Salvo en la genealogía, nunca cuestioné los principios de mi amigo panista porque él tampoco cuestionaba los míos. No los compartíamos, pero ambos comprendíamos por instinto que, socialmente, era más importante la empatía. Él tenía una ideología política, yo no, pero eso no impidió que nos repartiéramos la bolsa de conchitas con salsa y el refresco bajo la misma sombra.

El tiempo, ese juggernaut que avasalla hasta las consciencias, cambió muchas cosas, también en la política. El PRI entró en una decadencia necesaria de la que parece no querer salir, aunque entre sus filas tenga los líderes que necesita, que no son los que suele ostentar: títeres con cabeza de hidra. El PAN olvidó que la fortaleza del viejo panismo estaba en que se apoyó en personas, con identidad propia y sólida, con valores que aunque no fueran universales tenían la virtud de tratar de ser compatibles o razonablemente tolerantes. Pero no. Tomó las características más endebles de militante tradicional para hacer una generalización que más bien parece la definición de una clase social. Esa “clase media aspiracionista” que tanto critica el presidente López. Es prácticamente lo mismo que las consignas de “Religión y Fueros” que dos veces incendiaron a la república liberal del siglo XIX. La diferencia es que esta vez el papa no es Pío Nono y además Francisco es jesuita, así que Acción Nacional se decanta por lo que en verdad le interesa: ¡los fueros!

El panismo es, indudablemente, de derecha. Eso de por sí no es oprobio sino una muy digna definición. Su consistencia ideológica parte de esa postura que, honestamente, no creo que hubiesen admitido en la Asamblea de los Estados Generales en la Francia revolucionaria, cuando se originó esa distinción. Como “derecha” es admisible para cualquier ciudadano mexicano, desde el humilde jornalero, prieto a costas de genética y asoleadas, hasta el suntuoso empresario, ario a fuer de crema de concha nácar y peróxido. Pero como derecha radical, ya es otro cuento.

En algún momento de la historia reciente, el militante panista dejó de sentirse un héroe contra un sistema opresivo y un partido dictatorial. De hecho, en algún momento de la historia reciente el militante panista dejó de ser importante como individuo, se convirtió en un numeral en las huestes tribales internas y en un peón en las estrategias electorales. Le quitaron el orgullo pero le dejaron la soberbia. Las elites perfilaron un panismo menos crítico y más estridente, impusieron una ideología desgreñada, se radicalizaron todavía más. Pian pianito reclasificaron al elector en dos: los inteligentes que votan por ese partido y/o sus aliados, y los demás que serían, en consecuencia, retrasados mentales.

Ya se olfateaba una tendencia fascista y un compromiso conyugal con el poder económico. La foto-firma grupal con el dirigente del partido español Vox, parece una renovación de esos votos matrimoniales, más que la exposición pública de una ideología extrema que se habría mantenido taimadamente en “secreto” durante décadas. Su lucha contra el “comunismo” es una cacería de pompas de jabón, aparatosa y ridícula. Más bien la demostración de que estos panistas son capaces de firmar incluso un pacto con el mismísimo Satanás, con tal de imponerse como primera fuerza política en México, pero desplazando a partidos y electores. No sé en qué pensaban al meter casi de incógnito a Santiago Abascal en el Senado. Aun cuando el panismo se intente deslindar de tamaño desatino, Vox ya manchó la cara del partido con una doctrina basada en el odio, la xenofobia, la discriminación… Y no es que el PAN o los demás partidos no ejerzan ya esos crímenes sociales, es que los líderes panistas no les basta lo hecho en México, ahora importan vicios sociales ibéricos como si fueran jamones. Se la han pasado peregrinando en foros internacionales y esta vez, para colmo, también importan un “príncipe extranjero” y ni siquiera es liberal, como sí lo fue Maximiliano.

Pueden, si quieren, manifestarse abiertamente como fascistas. Sin duda hay orates mexicanos que los seguirían. Pero deberían al menos crear su propio fascismo y no lustrar las botas de un diputado español que, con la pena, pero no es un virrey. Quienes promovieron este disparate metieron en un serio problema a su partido. Si de por sí lo “Abascal” era ya un referente ultraderechista en México, la sola cordial convivencia con Santiago Abascal enciende alarmas, tan rojas como el fantástico comunismo que persiguen. Este es un problema cuya solución no es sólo el deslinde público, ni basta deshacerse de empleados menores, además debería buscarse la renovación radical de sus infames liderazgos… ¿O esta era finalmente la intención?, ¿plan con maña? Porque este sería un momento coyuntural para hacerlo. Algo que yo en lo personal sí aplaudiría.

No sé qué fue de mi viejo amigo panista. Sé que nunca obtuvo una candidatura ni para un cargo público ni para un liderazgo interno. No me extraña, siempre fue un buen hombre. Eso sí, seguro que no emigró a España, hubiera sido ridículo presumir allá de ser descendiente de españoles; o de ser panista, lo que a estas alturas y luego del vergonzoso besamanos al diputado español, también sería ridículo.

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// José Francisco Villarreal

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Autor: stafflostubos
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