Por CARLOS DÍAZ-BARRIGA
Cámaras, altavoces y rabias… todas prendidas. En la protesta por los periodistas asesinados, todo es símbolos. Entre sombras seremos unos 300. Nos sentimos pocos… casi solos. Y somos pocos, a sabiendas de que la próxima vez, seguramente seremos menos.
El desahogo es en la puerta trasera de la Secretaría de Gobernación, sobre Abraham González… en lo que eran y acaso seguirán siendo las caballerizas del bello Palacio de Cobián, construido en 1904.
La calle está apagada, como el farol sobre la entrada. Las luces dentro de las oficinas del edificio, también. Que quede luminosamente claro: no hay nadie, y que aquello es lo que es: una cueva de lobos.
Quienes mataron en Tijuana en esta última semana al fotógrafo Margarito Martínez y a la reportera Lourdes Maldonado no supieron lo que hicieron, dice una voz a distancia: “patearon el avispero”. Lourdes, activa veterana en estas lides, se le recuerda desde que era reportera en 24 Horas con Jacobo Zabludovsky. Larga carrera que acabó en ese breve instante que se lleva un balazo en la cabeza. La vida de Margarito fue segada por tres tiros, también a la cabeza, triplemente cobardes: a un buen hombre, por la espalda y ante una hija de 15 años. Dice, al micrófono, una colega que lo recuerda: “Margarito era un mago”. Lo desaparecieron.
Se hace el recuento. Hace 34 años, en abril de 1988, también en Tijuana, asesinaron a Héctor Félix Miranda (‘Félix, el gato’ era su pseudónimo). Hoy, parece no haber cambiado nada. La oscuridad es la misma. La oscuridad de la muerte, tan negra como la de la impunidad. En un ‘mecanismo de protección a periodistas’ y con un ‘botón de pánico’, que nunca se alcanza a tocar.
Sobre el muro de la Secretaría de Gobernación, plano como si fuera una lápida, se proyectan los rostros de los periodistas asesinados. Treinta y seis en lo que va de esta administración. La mayoría de ellos, jóvenes, aparecen sonriendo. Rostros, rostros… rostros. Muertos, muertos… muertos.
En todo el acto retumba un solo grito: “¡justicia!”. Ningún otro, para que no se preste a la confusión. Entre la bola, apenas se ven dos ancianas portando cada una su veladora encendida. Iluminan más que todos los reflectores.
Hay un montón de pancartas. Alguna dice “Le tengo rabia al silencio”… en otra se lee “Matando periodistas, no se mata a la verdad”. Sobre los hombros de su padre va Julia, una niña que porta cinco añitos y un cuaderno abierto que con su letra dice: “No mate a los periodistas”. A quien corresponda.
Nadie ríe, no hay chorcha entre los del gremio. Es un acto solemne… como un funeral de esos en los que el enojo se impone al dolor… a la zozobra. Paradojas: alguien pasa con un cubrebocas que dice “no al silencio”
La periodista tijuanense Julia Sánchez Ley capta la atención de camarógrafos y demás presentes cuando habla. Porque habla fuerte… muy fuerte. Su voz resuena en la bocina apostada sobre una vieja estaquitas de redilas blanca. Y no se quiebra. Nadie se quiebra. Parecen periodistas.
Hombro con hombro fotógrafos, diseñadores, camarógrafos, gestores de redes, editores, reporteros… soñadores. Esta vez no se trata de cubrir. Se trata acaso… de estar. Juntos. En una calle oscura.