Por Félix Cortés Camarillo
Hemos perdido la capacidad de asombro.
De pronto, en la geografía del presunto estupor emerge un sitio de la Unión Americana, que así quiere llamarse. Puede ser El Paso Texas, en un Walmart, o Fresno, California, en una calle concurrida. De repente es Portland en Washington u Orlando en un club gay. Nos sorprende en Uvalde, un pueblito cerca de San Antonio, Texas. Más recientemente, precisamente en la fiesta nacional de Estados Unidos, en el desfile del cuatro de julio en Highland Park, al norte de Chicago, y esa misma noche en Philadelfia. Un solitario orate comienza de repente a disparar contra todos y todas con la única intención de matar. A veces, dispuesto a morir en el intento, siempre logrado.
Alguien debiera poner un alfiler de cabeza roja en el mapa de los Estados Unidos para señalar esos sitios. Es un mapa enorme, pero se está llenando de cabecitas rojas. No hay mapa que aguante tantos alfileres, ni sangre que deba verterse para motivarlos.
Visto a la distancia, nosotros decimos que esa capa de terror es consecuencia simple de la laxitud con la que se interpreta la segunda enmienda de la Constitución norteamericana, que otorga y protege el derecho a adquirir, poseer, en algunos sitios portar en la calle, y en todos lados usar cualquiera de las numerosas piezas que integran el catálogo de armas de fuego, disponibles en los Estados Unidos para cualquier persona que posea una licencia de manejo y las pueda pagar. Incluyendo las que se llaman armas de asalto, metralletas de alto calibre con sus respectivos cargadores.
No estoy tan seguro de esa simple conclusión. Las armas no matan. Sobre el gatillo de cada una de ellas tiene que haber un dedo índice dispuesto a disparar. Y ese dedo corresponde al cuerpo de un ser humano totalmente desquiciado, como lo prueban las investigaciones ulteriores. Las armas no matan. Lo que sí mata es una sociedad enferma, integrada por esos seres humanos, con esas manos y con esos dedos.
La sociedad de los Estados Unidos está gravemente enferma. Sufre de angustia, esquizofrenia, paranoia y todos los males mentales imaginables. En las raíces de esta demencia está con frecuencia la adicción a las drogas, cada vez más potentes, cada vez más irresistibles, cada vez más fáciles de conseguir. Otros son los que sufren de traumas de posguerra; de la de Vietnam, de la de Afganistán, de la de Siria; siempre habrá alguna que deje esa secuela. El mismo ejército hace accesible las drogas a sus soldados para evitar que piensen y caigan en las objeciones de conciencia.
Es preferible regresar al país veteranos desquiciados y solitarios ansiosos de una venganza que se aplica a quien sea. Eso no importa, es la sociedad.
Y luego viene el contagio. La globalización no es gratuita. De pronto surge otro loco, drogadicto, fanático, frustrado, en pos de la venganza que ha inventado para sí mismo. Y mata agente en las calles de Copenhague o en la estación de ferrocarriles de Atocha, en Madrid.
Y luego viene un retrasado mental que es dirigente del Partido Revolucionario Institucional a sugerir que los mexicanos andemos por la calle armados, igual que aquellos locos, para defendernos nosotros mismos de la violencia, porque de dar abrazos a cambio de balazos ni hablar.
Lo que hay que ver y oír en nuestro tiempo y en nuestras tierras.
PILÓN PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): con todo respeto, señor presidente, además de suprimir el horario de verano, que a los únicos que les causa lesiones cerebrales son usted y su gabinete, como al secretario de Salud que pide volver al “horario de Dios”, ¿qué otra pendejada se le ocurre para distraer el populacho, a fin de que no se dé cuenta de la violencia, la carestía, la corrupción y el pésimo estado de nuestra salud pública, entre otras pequeñeces?
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