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Por José Jaime Ruiz

Jordi Carrión* estuvo hace años con nosotros. Esta crónica que ahora reproduzco brotó de esa visita. Brotó, repito, aunque anhelada, editada.

Los campos que rodean Monterrey están muy bien delimitados. Como si se hubieran querido poner fronteras particulares a ese semidesierto agrietado. Desde el aeropuerto, la ciudad se va revelando como un ente disperso. Horizontal. Cuarteado. Las grietas están en los medios de comunicación y en esos jeeps de la policía militar, donde cuatro soldados van sentados y dos de pie. Tantas fronteras. La de USA, tan cerca de México y tan lejos de Dios. La que separa Los Zetas del Cártel del Golfo. La que separa cada ciudad mexicana del DF, la capital que se quiere autosuficiente.

Monterrey es un circuito automovilístico. Como en todas las ciudades no pensadas para el hombre sino para el coche, aquí la publicidad son paneles enormes, casi siempre en la orilla de las autovías, a veces rodeando los parkings, como un ejército de indios la caravana de pioneros. Frente a la Catedral, una plaza también está rodeada, pero de seis máquinas de Coca-Cola. A pocos metros se encuentra el monumento emblemático de Monterrey, un faro que no es un faro, el Faro del Comercio, una columna que es lisa en vez de circular, firmada por Barragán y Ferrara, pintada con toneladas de rojo. Al atardecer recuerda el rojo natural de ciertas montañas del desierto.

El Gran Hotel Ancira es un monumento al Monterrey Noble. Las puertas se abren y ves comedores privados donde hombres de negocios devoran entre carcajadas y sientes que ahí adentro se están decidiendo los designios inescrutables de la ciudad. Las señoras que vienen a desayunar seguro que pertenecen a las más insignes familias, las que en el siglo XIX crearon este próspero espejismo de la nada, de la carne adobada, del polvo, de las rutas de los indios. Porque esta ciudad no es la reescritura de una civilización, sino la invención del desierto. En un rincón hay un museo que te cuenta la historia del hotel, que ahora cumple cien años. Anoche me fijé en esos botafumeiros cubiertos con tela negra, en esos lamparones, en esos qué sé yo, no podía entenderlos. Hoy, descubiertos, se revelan jaulas. Y los canarios cantan todo el día. Y desayunas y comes y ves hombres con traje en salones privados y muchachitas que celebran sus 15 años, su presentación en sociedad, con esos trinos inverosímiles, como los de aquellos pájaros que vigilaban las fugas de gas en lo más oscuro de la mina.

El mezcal y el tequila y la cerveza Bohemia. Me cuenta el poeta José Jaime Ruiz (el autor de “La ciudad” y del libro en que se inserta: Caldo de buitre) que la prosperidad de Monterrey se construyó alrededor de la botella de cerveza: la bebida, el cristal, el acero de la chapa, la red de distribución para crecer y salir del aislamiento. Los inmigrantes judíos y los indios del desierto.

Sí: este calor es el que envuelve a Amalfitano.

Sí: esta gradación de fronteras es como un libro de Bolaño.

Ahorita: es la clave, como el calor, como la bandera, como la cerveza. Pero nadie sabe de qué.

•Jorge Carrión (Tarragona, 1976) es escritor y profesor de escritura creativa y de periodismo cultural en Barcelona. Ha publicado, entre otros, los libros de viajes La brújula Australia y La piel de La Boca; el ensayo Teleshakespeare, y la novela Los muertos. Colabora habitualmente en diversos medios de España y América Latina.

La tautología, querido Jordi, Jorge, no es invención. Tatuar la tautología sí es invención. Lo entendí: el tapete total o alfombra voladora. ¿Periodismo?

@ruizjosejaime

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Vía / Autor:

// José Jaime Ruiz

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Autor: lostubos
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