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Por Félix Cortés Camarillo

Cierto día de 1888, un rico industrial sueco de la producción metalúrgica y de armamento, Alfred Nobel, leyó en un periódico francés la noticia de su deceso. El fallecido en realidad era su hermano Ludwig, uno de los cuatro de ocho hermanos pobres que había llegado en Estocolmo a edad adulta; pero la nota titulada “El mercader de la muerte ha muerto” hablaba erróneamente de Alfred, un inteligente ingeniero que iba a morir nueve años más tarde en su retiro italiano de San Remo.

La especulación francesa no andaba errada. Una gran parte de las 355 patentes que registró el sueco están relacionadas con la industria del acero y la producción de armamentos pesados y recursos explosivos nuevos. El más importante y conocido de esos inventos es el de la dinamita, que no es otra cosa que la nitroglicerina incorporada a una materia inerte y porosa que reduce el riesgo de explosiones sin control y le hace más segura, y por lo mismo, más rentable. 

De esta suerte, la inferencia del periódico francés no andaba tan errada: Alfred Nobel debía su fortuna a la industria de la muerte, con su fabricar de cañones y explosivos.

Cuando uno es rico, me han dicho, le da por reflexionar. Siete años después de aquel obituario, en 1895, Alfred Nobel se preocupó sobre como cómo sería recordado al morir en 1897 y firmó en París un testamento final, dejando la mayor parte de sus treinta y tres millones de coronas suecas -de las de entonces- a crear el premio Nobel, dedicado a reconocer los esfuerzos más destacados en el mundo, en los campos de física, química, medicina, literatura y la búsqueda de la paz. Y ahí siguen los afamados premios Nobel.

Se trata de la distinción más importante del mundo; desde luego, por el monto de su estipendio. Se cuenta con ocho millones de coronas suecas para entregar aparte de la medalla; el dinero proviene de los intereses que da el trasiego financiero del capital de la Fundación Nobel, 3,628 millones de coronas suecas -de las de hoy- que equivalen a unos 560 millones de dólares.

Dicho todo esto, vayamos a la nimiedad.

El presidente López expuso ayer su molestia grande porque el parlamento europeo haya propuesto a Wolodomyr Zelenski, presidente de una Ucrania de la resistencia, para recibir el premio Nobel de la Paz 2022. ¿Cómo va a ser? Se preguntó el mandatario. ¿Qué no hay otros hombres de mayores méritos en favor de la paz, que uno de los protagonistas de un conflicto bélico? 

Se le chisporroteó, como dice el clásico: el presidente López piensa, al igual que Vladimir Putin, que la invasión de Ucrania por parte de Rusia es una guerra, y no una invasión. Pero bueno, así piensa Putin, que diga López.

Lo que pasa es que, como le sucede con frecuencia, el presidente López se va con el engaño. El premio Nobel de la Paz se entrega al que maneja mejor su mercadotecnia mediática. Así lo recibieron la charlatana de Rigoberta Menchú en 1992, Yasser Arafat en 1994, Gorbachov en 1990 o Mandela en 1993. También fueron premiadas las palomitas de la paz Menachem Begin y Henry Kissinger.

Los premios Nobel no son lo que dicen ser. No respondo por los de las ciencias exactas, pero en humanidades andan bastante erráticos. Ni Borges, ni Lezama Lima, Reinaldo Arenas o Juan Rulfo lo recibieron jamás en literatura, teniendo más méritos que muchos laureados de otras latitudes más “políticamente correctas” en su momento.

¿Será que el presidente López, como lo hizo su imagen previa, Echeverría, se cree merecedor a esa medalla y se muere de envidia? 

PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): ¿En qué momento la inteligencia, a la que todos aspiramos, pierde la virginidad y se convierte en espionaje, que todos detestamos? Es más fácil con los humanos, me cae.

‎felixcortescama@gmail.com

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// Félix Cortés Camarillo

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Autor: stafflostubos
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