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Por José Francisco Villarreal

Confieso que no celebro la navidad, ni siquiera festejo mi cumpleaños. No soy bueno para celebrar, y nunca podré superar la habilidad de mi agüela para las cosas sacras. Porque la navidad en mi infancia era cosa seria. Primero, juntar barro, del amarillo, que compacte bien con poca humedad. Hacer una loma en cuya cima se pondría el pesebre y el “misterio”, o sea José y María. Poner arroyos de papel de aluminio y un lago que era o un trozo de vidrio o un espejo. Junto a un camino hecho con piedras pequeñas, la cueva desde donde los diablos asecharían a los pastores. Luego distribuir las figuritas de barro de animales, pastores, diablos, ángeles, y unas nopaleras, también de barro, que me encantaban. Eso era todo. El pesebre vacío, porque el “Niño Dios” nace el 24 por la noche. ¡Toda una historia! Como los arbolitos navideños se hicieron “necesarios” a fuerza de publicidad, mi agüelo lo solucionó. Nada de pinos. Don Toño se internaba en el monte y regresaba con una rama de un árbol que él llamaba “guayacán” (no sé si así se llamaba en verdad). Esa planta tenía la peculiaridad de conservar mucho tiempo el follaje y sus semillas, intensamente rojas. No era necesario poner muchas esferas, pero doña Blanca insistía en poner una serie de foquitos multicolores que, como no teníamos electricidad, lucían pero no encendían. En lugar de nieve, derretíamos brea, que luego soplábamos con un popote de carrizo; aquello resultaba en una espuma blanca y sólida que se adhería al “arbolito”. En la cúspide de aquel cuadro, una estrella hechiza con alambre y tiras de papel plateado. Un escenario navideño que nada tiene qué ver con los carísimos performances que instalan ahora, para beneplácito de talamontes y de la CFE.

Como no teníamos muchos vecinos, ni vivían cerca, no había “posadas”, pero sí el novenario que culminaba el mero 24. Doña Blanca hacía de partera y colocaba al “Niño Dios” en el pesebre en medio de cánticos de los que sólo recuerdo que se mencionaba a Santa Ana y Santa Isabel. ¡Entonces sí venía la fiesta pagana! Por supuesto, tamales y café caliente. Si hacía demasiado frío, un chorrito de mezcal en el café, incluso a los niños, sólo para “agarrar calor”. Con la panza llena y asegurada la bolsita con cacahuates, galletas de animalitos, colaciones y una naranja, a tronar los cohetes de “a dos por cinco” (sí, cinco centavos) que no espantaban ni a los perros. Luego, tarde, a dormir, bajo aquellos enormes y pesados edredones de retazos y rellenos de borra. Y a dormir pronto, para levantarse temprano a ver qué dejó el “Niño Dios”. Mi agüela, que era muy diplomática y conciliadora, decía que los regalos sí los daba el “Niño Dios”, pero los mandaba con Santoclos, un viejo socarrón que siempre se equivocaba y me dejaba cosas que no pedí. “¿Y mi trenecito eléctrico?”, me quejaba. “Pa’ que lo quieres si ni tenemos luz”, decía doña Blanca. Y… pues sí, pero lo que me molestaba de veras era la risa burlona del viejo gordo. “¡No le digas así! Era obispo”, regañaba mi agüela. Pero el peculiar catolicismo de mi agüelo entraba al quite: “Un cabrón como cualquiera, mientras no esté dando misas ni sacramentos”.

Las pastorelas eran otro tema navideño. Para mí fue novedoso ver una pastorela política muchos años después. Las de mi infancia eran verdaderos autos sacramentales. Sin más escenario que un corral de carrizo, que era el Infierno, y una covacha enramada, donde sería el nacimiento. Desfilaban los pecados capitales tentando a los pastores, que siempre salían airosos de cada reto. Todos, salvo “Bartolo”, que a veces se llamaba “Bato”, un baquetón consumado: “Levántate Bartolito, no seas flojo ni pesado”, le cantaban. “Si quieren que me levante me acostaré en otro lado”, refunfuñaba Bato. Por fin llegaba el momento estelar, cuando el arcángel Miguel llegaba a aporrear a los diablos y a derrotar a Luzbel, luego de un duelo de versos más o menos picantes. Los pobres diablos, derrotados, lloraban por su patrón: “Ahí lo tiene San Miguel, entre grillos y cadenas. Ahí lo tiene San Miguel, entre congojas y penas”. Luego venía la adoración de los pastores al Niño Dios, donde participaban hasta los vapuleados diablos.

En medio de toda esa tradición, desear a los demás una feliz navidad era una frase hueca. Alegría y felicidad, que no son lo mismo, casi se podían tocar en el aire, oler sobre el fogón en donde hervían el cerdo y los frijoles para el relleno de los tamales “de sal”; los “de dulce” llevaban piloncillo, canela, coco y pasas. Se saboreaba la esperanza meneada con mezcal en las infusiones calientes de canela con guayaba. Hasta el “nacimiento”, con su “misterio” de escayola era conmovedor. Nadie se detenía a anticipar el destino de aquel niño unos meses después, en la Semana Santa. Aquel parto era cósmico.

Ya adulto, nunca fui cliente de las posadas, mucho menos de las llamadas “posadas de medios”, que organizan municipios y estado. La “caravana del hambre”, apoda la raza a ese devocional peregrinaje donde se convive, se come, se bebe y se reciben regalos vía rifas que, desde luego no son “chayotes”, ¡de ninguna manera! Además, pasé años muy entretenido redactando resúmenes anuales de noticias en plena navidad. Ni siquiera continué las veladas navideñas de aquella pandilla de trasnochados de la que sólo dos seguimos vivos. Tal vez sea sólo yo, pero ya no olfateo en el aire felicidad ni alegría, sólo estridencia y un poquito de angustia.

No trato de reivindicar el pasado. No es necesario. Mis memorias se esfuman en la medida en que transcurro en ese perpetuo presente que llamamos vida. Los retazos de historia que atrapo me sirven para caracterizar al redactor, al amanuense, porque creo que es necesario sumar una personalidad a la inteligencia, pródiga o escasa, con que redacta cualquiera que se atreve a difundir una opinión. Tal vez así se me entienda mejor cuando digo que esta actualidad social no es cómoda para ninguno. Llegamos al final de un año con las manos vacías esperanza y con la lengua cargada de veneno. Rechazamos la empatía como recurso para estabilizar esta sociedad que se debate en enfrentamientos que no nos pertenecen y que, a la postre, no nos redituarán algún beneficio. Elegimos la facción antes que el acuerdo. Preferimos cavar trincheras que sembrar unidad. Redefinimos incluso la semántica de lo bueno de lo malo. Hoy señalamos con criterios hepáticos a buenos y a malos, y a los malos incluso les negamos la redención y los condenamos al Infierno. De pronto, todos somos jueces y pontífices. El Luzbel de aquellas viejas pastorelas debe estar muy avergonzado por su ineficiencia.

Reconozco mi pesimismo, pero más bien como un optimismo encubierto. Desde este lado de la desolación cualquier buena nueva será una noticia extraordinaria. Lo sé. Es hacer trampa. Pero es pura necedad mía de arrojar un poco de color a esa tenebra que sembramos cada día. Bien decía mi agüelo: “El Cielo está allá arriba. El Infierno está aquí, nosotros somos los diablos y cada uno se hace su infierno”. Tenía razón. Lo malo es cuando muchos se ponen de acuerdo para hacer un solo infierno para ellos y para todos, hasta para quienes no lo merecen.
Como sea, ¡Feliz Navidad!, de veras. Del “próspero” año nuevo, mejor hablamos otro día… u otro año; o como decía un buen amigo: “mejor corramos un tupido velo sobre este desagradable asunto”. ¡Salud!

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Autor: stafflostubos
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