Recuerdan al escritor de ‘Se está haciendo’ tarde con este ensayo que explora no solo una vida sino una vocación iconoclasta; publica MILENIO.
¿Qué sucede cuando escribes De perfil a los 22 años después de haber escrito La tumba a los veinte?
Sucede que te vuelves un chavo alivianado y buena onda y te condenas a ser chavo para toda la vida. Si te llamas José Agustín y escribes De perfil ya no necesitas un sicoanálisis, porque tu obra misma será tu mejor viaje a la adolescencia y a eso que llaman primera juventud, que en tu caso será eterna juventud por decisión propia. Si escribes De perfil y tienes la intuición de saber que ese es el único lenguaje y el único punto de vista posibles para contar la historia de tu tiempo te vuelves valiente de por vida. Porque en México en los años 60 vives en una tradición literaria donde solo un tipo de lenguaje es valorado y donde solo se escribe un tipo de narrativa que no será tu narrativa. Pero sobre todo si escribes ese par de libros y decides que vas a seguir escribiendo en esa línea te arriesgas a ser amado para siempre o condenado para siempre porque vienes de una tradición literaria donde el protagonista debe tener un sentido heroico o sublimador o de plano trágico y en cambio tus protagonistas no tienen ni lo uno ni lo otro, en realidad, no tienen nada sino la esperanza de lo que ni siquiera saben que esperan.
Si eres José Agustín y escribes sobre la experiencia del rock, del aliviane y la sicodelia sucede que te obligarás a escribir sin censura y a vivir sin censura y es probable que esto te lleve un día a Lecumberri. Tu respuesta más feroz —y la más inteligente— será escribir desde la cárcel la historia de un nuevo Virgilio quien lleva a su amigo Rafael en el Acapulco de los años 70 por el laberinto de las drogas duras y no tan duras pero, sobre todo, por el laberinto del desencanto y el sinsentido y la necesidad de no estar aquí sin poder conseguirlo, por la sencilla razón de que mientras vivimos, estamos irremediablemente vivos.
Se está haciendo tarde, ese libro que escribiste en Lecumberri, es una novela dura, durísima, que leí a mis 19 años por consejo de Huberto Batis que fue mi primer editor en Sábado, el suplemento de Unomásuno. Batis me dijo que para llegar a ser la escritora que él adivinaba que podría ser tenía que acercarme a Se está haciendo tarde y que leyera De perfil aunque no era una obra que él tuviera en gran aprecio. De inmediato me puse a leer Se está haciendo tarde (Final en laguna) que fue lo primero que leí de José Agustín con la mejor disposición, repitiéndome a cada rato que el secreto para entender esta novela era leerla “de perfil”, como aún pienso que hay que hacerlo. Cuando me preguntó mi impresión, le dije que la novela de José Agustín me había gustado pero no sabía decirle por qué y cuando insistió le expliqué que en comparación con los autores leídos previamente nada tenía sentido y todo tenía sentido y no sabía que pensar de los protagonistas: los detestaba porque no hacían nada, porque no pasaba nada importante en sus vidas, porque solo pensaban en pasarla bien y ni siquiera la pasaban bien y porque tenían una visión cínica y desencantada de la vida. Y qué era lo que me había gustado entonces, me preguntó. Lo que más me había impresionado era la forma de hablar de los personajes o del narrador, no sabía bien, un lenguaje que no había leído en nadie aunque me daba cuenta de que mis primos y compañeros de la UNAM y fuera de ella hablaban así. Ni siquiera pensaba que eso fuera literatura. ¿O sí? ¿O tal vez era eso la literatura? ¿Hablar como no habla nadie más de lo que ocurre pero no aparece en los libros?
Batis era totalmente imprevisible: días después, cuando le llevé al periódico, en la calle de Holbein, un cuento que me pidió, me enseñó la nota del suplemento cultural de El Heraldo en la que aparecía una reseña del libro de José Agustín. Tenía como ilustración la fotografía de un burro visto de lado y el pie de foto decía: “José Agustín de perfil”. ¿Estaba Batis haciendo un elogio o una crítica? Lo mismo me ocurría con la obra de José Agustín, no sabía si su autor estaba haciendo un elogio de la juventud y de su falta de sentido o una cruda y dolorosa crítica.
Al leer De perfil todo fue más claro. Aunque estaba convencida de que desde la experiencia de las mujeres en el mundo de los hombres las cosas ocurrían del modo más extraño (no hay nada más inexplicable para una adolescente de fines de los años 70 que el mundo de un adolescente hombre contemporáneo suyo) pude ver —con esa mirada oblicua, de perfil— que la relación con mis padres no era tan distinta a la de Rodolfo, el protagonista, y que él y su hermano podían ser y eran mis primos o mis vecinos. Eran como los chavos que conocía y a la vez no, porque de la forma en que está narrada se desprenden una serie de reflexiones y sobreentendidos que los propios protagonistas no son capaces de verbalizar. Por fin había encontrado la voz del autor, que sin ser nunca explícita, hablaba entre líneas de lo que era ser joven, de lo que era la contracultura desde dentro, de lo que era el rock y el cambio de mentalidad de una tradición arraigada en el canon y el conservadurismo pero sobre todo hablaba del lenguaje. Y hablaba como no lo hacía nadie (ni volvería a hacerlo nadie jamás, a pesar de la honda herencia que Agustín dejó en las generaciones posteriores a él) desde una honradez literaria que sólo en la crítica de sus primeras publicaciones podía ser considerada “desenfado” y —menos aún— “improvisación”.
Poco a poco fui comprendiendo la hondura que había detrás de la aparente superficialidad de los personajes y los acontecimientos de las novelas de José Agustín; algo en mí naturalizó el cambio de códigos y lenguas (de inglés a español y de regreso), la mezcla de cultura popular y alta cultura y me reveló una serie de autores, músicos y cineastas que no conocía y que empecé a conocer (Alan Ginsberg, Jack Kerouac, William Burroughs, Rimbaud, Ionesco, Paul Eluard, Buñuel, Sartre, Truffaut, Godard y un sinfín de etcéteras) y me enseñó que la erudición no pasa necesariamente por el púlpito y tan solo por eso considero a José Agustín uno de mis grandes maestros. Nunca tomé clases con él pero él me acompañó a clases por un tiempo largo todos los días y la única vez que lo vi en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM fue cuando lo invitó Margo Glantz a hablar sobre la literatura de la Onda, aunque otros amigos tuvieron la fortuna de escucharlo en el taller que María Luisa Puga impartía y que yo no tomé.
Cuando pude leer la crítica que él hacía a su propia obra, ya estaba enganchada en la forma de decir de Agustín que explicaba así el sentido de aquella novela suya que sigo considerando su mejor, Se está haciendo tarde:
¿no se dan cuenta? Caray, mejor nos regresamos. Uno cree estar muy mal y quizá no está mal: es hora de trabajar en lo que se ha echado a perder, como presiente el gurito Rafael, quien guiado por otro Virgilio nos lleva a través de algunas ondas fuertes de Acapulco, donde casi todos huyen de su propia naturaleza. Recorremos ese infierno, ese sufrimiento sin sentido, tentados por las grueserías que se alimentan de herir a los demás, pero alivianándonos con viejas esoterias que podrían fundirse con las ondas sicodélicas de ahora. En esa misma forma este libro (primero de mi más reciente ciclo evolutivo) lleno de esperanza trata de rescatar viejas tradiciones, descubrir nuevos recursos y obtener una visión artística neta y efectiva, en la cual los personajes resulten imágenes arquetípicas (numinosas) sin dejar de ser personajes (vivos) y se revelen como partes determinantes de una totalidad que avanza a tomar conciencia de sí misma (final en laguna).
Eso es exactamente lo que se propuso y lo que logró.
A partir de la obra de José Agustín, la literatura mexicana dio un giro de 180 grados. La novedad consistió crear un lenguaje y un universo que consistía no solo en introducir los temas de los jóvenes y narrar desde su punto de vista a lo Holden Caulfield, temas de los que no hablaba la literatura en los 60 sino y, sobre todo, en un manejo portentoso del idioma que imita los giros, los gestos, las máscaras de una forma cifrada no apta entonces para mayores de 30 años. Una revisión, en suma, de una tradición anquilosada. Quienes pudieron ver esto, elogiaron el uso distinto de la lengua: José Revueltas, Salvador Novo, Martín Luis Guzmán, Rosario Castellanos, ejemplo ellos mismos del uso excepcional del idioma. Quienes no fueron capaces de ver más que una moda que se agotaría en sí misma no se dieron cuenta de que lo que distingue a la narrativa de Agustín, más que lo narrado, son los tropiezos en que cae el lector que impedido a veces de seguir la trama debe reparar en el carácter lúdico, enormemente creativo y autoparódico del empleo de la lengua. En su carácter expansivo. El lenguaje de Agustín es importante no solo en tanto es “el reflejo del lenguaje hablado por ciertos sectores de la juventud mexicana que bien pudo haber tenido sus raíces en las calles y los bares de la avenida Revolución de Tijuana —como dice Rubén Pelayo que anota Carlos Monsivais”, sino en que representa el puro gozo del habla, el forzar una palabra a ser ella y otra, deformarla, forzarla a extremos improbables y ver cómo sin embargo sigue significando lo que quiere significar.
I think I wanna go to the States, mainly San Pancho, but just for a short trip, you know hear the bands and all that you know […] Oye habla en espapañol porque casi no te entiendo. Oh. Bueno. Pero no tatartamudees. Digo, cuando yo estaba muy chavito me escapé de mi cantera y me fui con una familia de gabachos a vivir en San Antonio pero nomás no me pasó el patín: esa familia le llegó de vacaciones a Acapulco y yo me quedé. La verdad es que les andaba por deshacerse de mí. Y yo me quedé aquí en Acapulco, Rafael, desde el cincuenta y ocho tú sabes, en el puro rol, el gran rolaqueo. Sí, una vez me platicaste, dijo Rafael: estaba furioso: el sol le picaba por todas partes, estaba seguro de que se iba a despellejar, y remar era cansadísimo. Ni sabía remar, ni quería dar una vuelta en deslizador. Y si se rema de pie, se va más rápido pero el cansancio es mayor. Y si se rema sentado hay poco remo en el aire y es pesadísimo: y las olas, aquí si están más feas. Oye Virgilio, no nos iremos a voltear; estas olitas están medio peligrosas. Estas olitas son la base, hijo, la pura vaselina: indican que ya estamos cerca de la corriente de pure ol’ waterola, y entonces no vamos a tener ni que remar, ¿y sabes qué? De regreso le voy a pedir a los de las lanchas que nos remolquen con un pinche mecate y nos vamos a todo ídem, cotorreando la brisa y el solapas.
Después de las tres novelas que hicieron de José Agustín quien es, publicó Ciudades desiertas, Cerca del fuego, Inventando que sueño, La mirada en el centro y El rock de la cárcel. Casi desde el principio, dijo en una entrevista que no podría trabajar en una oficina, ocho horas al día. Pero su oficina fue su casa de Cuautla, donde escribió a veces más de ocho horas al día y donde cuando yo conocí a su hijo, Andrés Ramírez, quien sería mi editor primero en Planeta y después en Random House Mondadori, Agustín estaba escribiendo la popularísima saga titulada Tragicomedia Mexicana, una crónica de la vida en México desde 1940, un trabajo de investigación donde construía un relato desmitificador de nuestro pasado histórico.
A pesar de estar basada en hechos históricos, la mirada de José Agustín subraya y defiende, para que no se echen al olvido, aquellos acontecimientos, escritos y versiones no oficialistas de la historia. En su Tragicomedia, ni siquiera las figuras intocables del panteón mexicano de los héroes se salvan porque José Agustín siempre encuentra la forma de ser fiel a su afán iconoclasta. En el caso del general Lázaro Cárdenas, por ejemplo, Agustín acude a las cínicamente célebres memorias de Gonzalo N. Santos para narrar las elecciones del sucesor de Cárdenas, Ávila Camacho, impuesto por el priismo, donde en el más puro estilo de los gobiernos de este país, se atacó a balazos a quienes defendían las casillas y votaban en favor de Almazán. Cito a Agustín que cita a Gonzalo N. Santos:
Rápido, cabrones, al que se detenga lo cazamos como venado”. Al instante llegaron los bomberos y a manguerazos de alta presión limpiaron las manchas de sangre que había en todas partes; la Cruz Roja, solícita, levantó cadáveres y heridos. Se rearregló la casilla, se puso una nueva y al fin pudo votar el ciudadano presidente y su acompañante Arroyo Ch. “Qué limpia está la calle”, comentó Cárdenas al salir de la casilla, cuenta Santos: “Yo le contesté: ‘Donde vota el presidente de la República no debe haber basurero.’ Casi se sonrió, me estrechó la mano y subió en su automóvil. Arroyo Ch., menos hipócrita, me dijo: ‘Esto está muy bien regado, ¿qué van a tener baile?’ Yo le constesté: ‘No, Chicote, ya lo tuvimos y con muy buena música.’ Cárdenas se hizo el sordo…
Ordené a los improvisados miembros de la casilla que pusieran la nueva ánfora de votos, pues iba a ser inexplicable que en ‘la sagrada urna’ solo hubiera dos votos: el del general Lázaro Cárdenas, presidente de la República, y el de Arroyo CH., subsecretario de Gobernación. Yo les dije a los escrutadores’: A vaciar el padrón y a rellenar el cajoncito, y no discriminen a los muertos, pues todos son ciudadanos y tienen derecho a votar.
Tragicomedia mexicana fue una obra que leí con mucho placer. Por supuesto, tampoco este trabajo escapó a la crítica que se extrañaba de que José Agustín escribiera algo que no fuera estrictamente lo que ellos esperaban de José Agustín.
A pesar de la enorme influencia de la obra de Agustín en las letras mexicanas, a pesar de haber cambiado nuestra forma de escribir y más importante, de leer, para siempre, a pesar de las más de 50 ediciones de De perfil y las numerosas ediciones de sus otras obras, a pesar de ser ídolo de multitudes, aun de las que no lo conocen pero están a punto de leerlo y pese a ser uno de los poquísimos autores cuyos libros uno encuentra en cualquier momento en la librería a la que vaya, creo que la figura controvertida de Agustín seguirá provocando esta pasión dicotómica. Así sucede con los que rompen moldes y sin quererlo, los siguen rompiendo. Eso es lo que sucede cuando uno se llama José Agustín.
Afortunadamente, de este otro lado estamos los otros, que somos absoluta mayoría. Y desde nuestro derecho no negociable de seguirlo leyendo y disfrutando celebramos su grandeza.
Imagen portada: Archivo