Por Francisco Villarreal
Hace mucho tiempo que dejé de ser estudiante. Hace mucho tiempo que dejé de ser universitario. Hace mucho tiempo que dejé de ser mucho. Y hace poco que mi memoria organiza mis recuerdos de maneras caprichosas, pero muy divertidas. Yo creí tener amnesia selectiva sobre mi paso por la Universidad. Lo creí hasta que, después casi medio siglo y por motivos burocráticos, tuve que ir a mi vieja escuela, la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Mi primer reto fue llegar sin hacer escalas hasta donde creí que estaba el plantel. En medio de un enorme estacionamiento, frente a edificios desconocidos y señales confusas, apelé a mi viejo instinto de montañista. Aquel impulso paralítico no lo estaba tanto, y anduve en una rutina que creía olvidada. ¡Llegué sin desvíos!
Mientras esperaba por mi trámite, no pude evitar los recuerdos. La “cafeta” y sus famélicas hamburguesas, la clase de Latín con el maestro Puente, las amenas charlas con mi muy querido maestro, el doctor García Gómez (quien me recomendó mejor inscribirme en Agronomía, y a quien debí hacer caso), lo chocante de llegar los lunes a clases de Letras Españolas perfectamente crudo luego de ver (y beber) partidos de futbol americano y aún damnificado por el clásico “touchito” de borrachos sobre cancha de asfalto. Por supuesto que no me inscribí en el equipo de soccer de la facultad, al que apodábamos “Las mariposas salvajes”. ¿Soccer? ¡Nunca! La acción principal de ese deporte está demasiado lejos de la cabeza.
Recordé a los personajes necesarios: José Javier Villarreal (García Gómez nos apodaba “Estampillas”); la irreemplazable Clara Eugenia Flores; mi entrañable Lalo Arellano; la enorme bufanda de mi querido Javier Treviño, que nunca envidié porque la mía era más larga y más gruesa (no es albur, mi agüela tejía mis bufandas capaces de estrangular a una legión de clones de Isadora Duncan); Héctor Alvarado, quien se atrevía a llegar a ese templo del recato y la decencia en cortos y jugueteando con una raqueta de frontón (o tenis, no sé); mi querido maestro y amigo Xorge González, a quién todavía le debo una botella de tequila.
Por entonces me enteré, en las charlas de la “cafeta” y en las frecuentes reuniones alcohólicas (aburridas, sin futbol americano), que existía la izquierda y que había cosas más graves sucediendo más allá del Cantar del Mío Cid y del diabólico grimorio de Agustín Mateos, su gramática latina. Yo veía a los “rojos” como una especie de secta religiosa muy elitista, porque aunque tenían razones para su lucha por cambiar las cosas, lo hacían con argumentos muy complicados (ni entonces, ni hoy, recomendaría leer a Marx sin tener a la mano un buen antiácido).
Aunque había algunos medio leguleyos, sí había “rojillos” muy honestos, como el poeta Rogelio Flores de la Luz. Accesibles en su dialéctica y consanguíneos con la realidad injusta de entonces, que no ha cambiado mucho al día de hoy. La Universidad era un mundo pequeño donde se ejercitaba ideologías “in vitro”. Las confrontaciones reales estaban afuera del campus, cotidianas y hasta violentas. El estado represivo afinaba sus métodos a base de prueba y error, con consecuencias fatales. Una buena parte de la izquierda se hizo proteica, intentando tener más presencia en la legalidad de los procesos democráticos (la legitimidad ya la tenía). El modelo económico reinero, con el viejo diseño de De Rerum Novarum, se reconstruía y avanzaba firmemente a un laicismo práctico que generó esa casta divina de ejecutivos que hoy pastorean, cual obispos de la economía, a las instituciones políticas y a los medios de comunicación.
Aunque mi estimado Xavier Araiza pintó a aquella vieja UANL como el feudo de una élite fascista, no creo que fuera ese el sentido de la enseñanza. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Todavía alucino al rector Piñeiro disfrazado de Hitler. Como en cualquier parte, sí se formaron bandos con filias y fobias políticas. Yo, salvo en el caso de algunos cuantos “rojillos”, nunca vi grupos con ideologías asumidas individualmente. Corrillos de perfil partidista o hasta religioso, adolecían de doctrina. Y cualquier grupo, por más que se autodefina con una ideología o fe, sin la convicción bien sustentada en cada uno de sus miembros, no es más que un grupo de choque, porristas o porros de los movimientos sociales.
El hecho era cada uno de los estudiantes universitarios, de cualquier especialidad, no llegó ahí para buscar convertirse en un héroe de la democracia. Todos llegamos para aprender una profesión para construir nuestra identidad como adultos exitosos. Y éxito, en todos los casos, significa realización personal (hacer y ser lo que queremos) y solidez económica. Que la UANL, o la UNAM, impartieran o no la materia de Derecho Constitucional, no cambia en nada los objetivos personales. Es una herramienta más o menos que, incluso con la modesta educación media superior, cualquiera puede conseguir por su cuenta.
El problema con las universidades, y aquí difiero de don Andrés Manuel, no está en la administración de las asignaturas sino en la de los recursos económicos y humanos. Las universidades no son los templos de la izquierda ni de la derecha, así tengan en sus cátedras a fariseos y saduceos. Un plan de estudios perfecto y kárdex académico impecable sólo garantizan que el profesionista tiene todas las posibilidades de ser como se le pegue la gana: un paladín de la justicia o un verdugo de la democracia.
Yo, con la pena, ni lo uno ni lo otro, porque mi kárdex es tan confuso y revelador como los Rollos de Qumrán.