Por José Francisco Villareal
Hace años, muchos años, recuerdo las terribles canículas en el pueblo donde crecí y que ahora se tragó la ciudad. Terriblemente deliciosas. Las señoras con la toalla cubriendo la cabeza. Los señores con paliacate amarrado y encima el sombrero, de palma para el trabajo, de hilo para la formalidad. Los niños con pelo “güero” a fuerza de asoleadas. No recuerdo escasez de agua. La noria de casa no tenía más de tres metros de profundidad.
La flora nativa, tropical pero no selvática, era exuberante. Apropiada para las muy eventuales sequías, resistente a las temperaturas extremas. Normalmente la siembra era de riego. El agua venía por acequias, asignada a las parcelas, tal vez desde Escobedo, aunque vivíamos a tiro de piedra del arroyo Topo Chico, que ya empezaba a verse poluto. Los incidentes graves en las cíclicas “crecientes” del arroyo, generalmente no iban más allá de impedir el paso por el viejo puente sobre el Camino Real, o por la cañada hacia el Viejo Mezquital.
Recuerdo que había una especie de cenote, un socavón profundo en las parcelas de don Mague que regaba los surcos de hortalizas o flores, según la temporada. No imagino cómo sacaban el agua desde una profundidad que las bombas centrífugas apenas soportan.
Cerca estaban lo sembradíos de sorgo, cuyas cañas son suficientemente dulces para la gula de un niño. Y a falta de esas cañas, cosa de estirar la mano y endulzarse las ganas con brillantes granjenos, anacuas bermellones, correosos mezquites, pegajosas comas, pringosas moras, o los codiciados bulbos de agritos (saben a jícama).
La zona metropolitana no era ajena a la naturaleza. Cuando iba camino a la prepa siempre había una rama generosa saliendo del jardín de alguna casa ofreciendo granadas, duraznos, higos, mandarinas o naranjas. El candente verano no pasaba fácilmente más abajo de la urdimbre de árboles que había en banquetas, jardines, patios, camellones y parques. Alguna crisis de agua sí hubo, cuando se implantaron cortes en la zona urbana, y eso creo que más bien por la escasa capacidad de almacenamiento.
En esos tiempos ya empezábamos a pelear rudo contra la Naturaleza, y lo seguimos haciendo. Hablo de Nuevo León, aunque supongo que ha sucedido eso mismo en otros estados y en otros países. Jugamos rudo pero insensatamente, porque la Naturaleza propicia la vida pero no la necesita. Si convertimos nuestro entorno en un páramo estéril, la Naturaleza seguirá funcionando con eso, nosotros no. La Naturaleza “ni nos topa”.
Hace poco, el reportero Luis Beza hizo una nota para Televisa Monterrey. Denunció una contaminación excesiva en el río Pesquería. Empieza más allá del municipio de García y atraviesa varios municipios metropolitanos y rurales, distribuyendo en todos su polución. El origen de esa contaminación es humano y deliberado. En el cauce, además de basura y agua contaminada, se han hallado hasta cadáveres y lagartos. Es, en pocas palabras, una cloaca a cielo abierto.
Luis Beza hace un reclamo es legítimo, pero la solución ya no es tan fácil como pudo serlo hace años. La mayor parte de la contaminación se genera en municipios metropolitanos. La más peligrosa, en municipios donde el río discurre aledaño a las industrias. El presidente municipal de Monterrey anticipó ya un plan hídrico, pero nunca será suficiente si no lo asumen sin reservas también los demás municipios. En tanto, en Escocia, el gobernador García criticó duramente a mandatarios mundiales (quiero suponer que ya tiene su propio plan hídrico), y habló entre otras cosas de “impuesto verde” y de arborización. Ese impuesto como castigo a empresas contaminantes podría disuadir a algunas, pero me recuerda a las multas, hace años, contra el estadio Universitario por venta de cerveza fuera de horario; tal vez sea más redituable la multa o las “taxas”, que dejar de vender cerveza o contaminar. En realidad el “impuesto verde” no detiene la contaminación, la condiciona.
La arborización, deseable para todos, también tiene sus asegunes. Doy fe de lo difícil que es sembrar, cuidar y mantener un árbol. El primer obstáculo es el espacio: sembrar un árbol dentro de un domicilio acabaría por sacar a sus habitantes a la calle. Otra limitación es la ignorancia, porque sembramos lo que se nos ocurre, no lo más adecuado. Otra más es que, si sembramos en la jardinera de las banquetas, sólo podríamos sembrar chaparro prieto y tasajillo, porque la densa telaraña de cables que cubre las calles no dejaría ascender follaje. Podar un árbol no es fácil y sí es caro; dejar que lo haga la CFE es como pedir a Edward Scissorhands que nos recorte el bigote.
Total, que seguiremos sobre ascuas, literal y figurativamente, porque nada se ha concretado todavía para darle aunque sea los primeros auxilios a la doliente área metropolitana. Yo no espero volver a pizcar granjenos y comas en el campo, ni duraznos y granadas en la ciudad. De hecho, no espero demasiado de esta súbita cruzada mundial por el medio ambiente. Coincido con el gobernador García al menos en que no debemos esperar a que el país o el mundo empiecen a realizar acciones. Localmente sí podemos empezar. Aunque gobiernos estatal y municipales deberían ser más como evangelistas ecológicos para los ciudadanos, y como jinetes apocalípticos contra empresas y cualquier ecocida doloso
Si todo resulta bien, algún día tendremos una ciudad sana y un campo limpio. No creo llegar a verlo, pero las nuevas generaciones nunca conocerán el paraíso que conocí en mi infancia y mi juventud. Un momento en la historia de este ecocidio cuando pudimos haber metido reversa y no lo hicimos. He aquí las consecuencias. ¡Qué pena!