Por José Francisco Villarreal
Soy necesariamente de infantería. Por eso nunca estuve ni estaré de acuerdo en que aumenten las tarifas del transporte urbano. Ni siquiera hoy que mi movilidad es tan limitada. Hace poco me armé de paciencia y me tragué, completita, la quinta sesión de la Comisión de Tarifas del Instituto de Movilidad y Accesibilidad de Nuevo León. Por lo menos tuvieron la decencia de transmitirla públicamente. Antes había leído en Facebook un resumen no muy convencional pero muy adecuado de un tal Luis Gameros, a quién no conozco, pero si aún dirigiera un área de noticias, creo que sí lo contrataba.
Me debí quedar con el resumen de Gameros, porque lo que vi y escuché durante poco más de una hora, es lo mismo que he oído durante décadas sobre el tema, la eterna cantaleta de los transportistas: “El transporte urbano no es negocio”. Invariablemente se han quejado de que sólo pierden dinero en sus empresas (¡Pobrecillos!). Ningún aumento de tarifas ha sido suficiente para sacar de su miseria a los pobres, muy pobres, casi indigentes transportistas. Ahora menos, cuando las tarifas de camiones se congelaron durante varios años.
Desde su pobreza franciscana, los empresarios transportistas ¡tienen razón!: el transporte urbano en el área metropolitana de Monterrey no es negocio. Nunca ha sido un negocio, sino un derecho social. La responsabilidad de garantizarlo no es de ellos sino del estado. Como permisionarios, concesionarios, capos, o lo que sean, son instrumentos del estado para que se garantice la movilidad de los ciudadanos.
Esto significa que sus ganancias, como empresarios, deberían estar reguladas y limitadas por la ley. Si el transportista urbanero quiere hacerse rico haciendo negocios con un derecho ciudadano, que mejor deje la concesión y vaya a desplumar a las gallinas de su rancho.
En la sesión oí que los paupérrimos empresarios no quieren aumentar las tarifas, sólo ajustarlas para mantener la operación. En cinco décadas, ¡pinchemil veces he escuchado ese argumento! El resultado es siempre un aumento de tarifas con un mínimo de obligaciones para los empresarios, las que normalmente no cumplen. La discusión sobre ese “ajuste” fue abundante pero superficial. Los datos “duros” fueron blandos, aguados, y tomados como pespuntes de una memoria disfémica. Las exigencias hacia los empresarios fueron básicamente compromisos concretos en inversión y frecuencia de paso. Exigencias que fueron respondidas con evasivas y aceptadas con apatía.
Me dio la impresión de que, en todo momento se usó la calculadora, la regla de cálculo, el ábaco, los dedos y la lengua, evaluando sólo la operación de las empresas transportistas. Nunca, o muy pálidamente, se consideró al usuario. Alguien se quejó de las bajas (¿?) tarifas comparándolas con el aumento del salario mínimo. Sólo evidenció la voracidad de los empresarios sobre cualquier escasa ganancia que llegue a los trabajadores. Como si el salario mínimo estuviera pensado para que comerciantes y empresarios tuvieran el derecho de apropiárselo. Nunca será suficiente cualquier aumento o prestación a los trabajadores si está destinado no a llegar a sus manos sino sólo a pasar efímeramente por ellas. Por culpa de esos buitres la economía doméstica siempre está en números rojos.
Alguien mencionó (creo que el presidente de la Comisión) que deberían buscarse otras opciones para no cargar costos a los usuarios finales. Fue un instante de lucidez que se desvaneció rápidamente. La más intensa movilización de personas se da hacia trabajos, centros educativos y comercios. Los demás desplazamientos son eventualidades. De esos destinos básicos, las empresas y los comercios necesitan que la movilidad sea eficiente. De esto depende el desarrollo económico del estado, y es indispensable para redituar ganancias de las mismas empresas y comercios. Entonces, ¿por qué las cámaras respectivas no levantan la mano para intervenir? Su contribución a los sistemas de movilidad no debe ser una obra de caridad ni de solidaridad social sino una inversión, y una obligación que incluso debería estar legislada. Saben que el colapso en el transporte urbano representa un golpe duro para esas actividades; ya lo comprobaron durante la parte más crítica de la pandemia.
Pero independientemente de que los comisionados se anduvieran colgando de las lianas del puro rollo, hay algo que debe ser tomado en cuenta tanto por el estado como por la sociedad. La sesión fue convocada a pedido de un representante de transportistas, muy “aguerrido” por cierto. Al finalizar se dijo que lo votado en la sesión no representaba, de ninguna manera, la autorización de alguna propuesta de los transportistas, sino su tránsito para análisis en otras instancias. Sin embargo, horas más tarde, una buena cantidad de rutas aumentaron las tarifas. Es decir. La sesión fue una puesta en escena. A los empresarios no les importan los acuerdos, los imponen. No les importa ni la ley, ni cualquier comisión o instancia del Instituto de Movilidad… Vaya, hasta la ONU les vale. En otras palabras. Sus “propuestas” fueron cínicas y, en vista de sus obras, seguramente injustificadas.
Hasta la Justicia ciega puede ver que las acciones de los empresarios transportistas son ilegales, y lo ilegal implica una sanción proporcional al impacto que tiene. Obligar a un usuario a pagar de más por un servicio público no es otra cosa que una extorsión. Los transportistas no sólo ofenden a la sociedad, también ejecutan casi un golpe de estado contra los tres poderes.
La respuesta no debe quedarse en multas que nunca sabremos si se las aplican o si las pagan. Tampoco deben obligarnos a enfrentar a los choferes de los camiones. Ellos son sólo trabajadores que cumplen órdenes bajo amenaza de sanciones.
Incluso, no sería mala idea revisar las condiciones laborales de los choferes del transporte urbano. Si los empresarios son tan prepotentes con el gobierno y tan tiránicos con los usuarios, no creo que sean ejemplares como patrones.
Lo que es absolutamente necesario es que el estado deje de ser cómplice y/o rehén de este oligopolio que durante muchos años ha secuestrado un derecho social para llenarse los bolsillos. Nadie me lo ha contado. Yo, que soy de infantería, lo he constatado durante casi toda mi vida. Si el gobernador García quiere en verdad modernizar el transporte urbano, debe empezar por sacar de la jugada, y si es posible expatriar a esos nefastos empresarios que, con complicidades y chantajes, siguen expoliando al usuario y de paso mermando la ya de por sí vulnerable gobernabilidad estatal.
Por lo pronto, con multas, planes y lo que se les ocurra en el gobierno estatal, ya estoy resignado a ir al super montado en el caballo de San Fernando, ratitos a pie y ratitos andando. Porque las soluciones estatales a nuestras crisis han sido, como decía hace poco, encubrir una con otra. A ver si no se nos derrama el tepache social un día de estos. Porque si ya se nota que gorgorea, no hay de otra: ya está hirviendo…