Por José Francisco Villarreal
Hay quienes creen, yo entre ellos, con pocos o ningún argumento, que el lenguaje determina la manera como percibimos la realidad. Así, con entusiasmo cosmogónico, nos encanta reconstruir la realidad, y tal vez por eso inventamos la Literatura, en donde los poetas, los de “a de veras”, serían algo así como una especie de anarquistas. Algo que define nuestros modos y desfiguros como civilización “occidental”, es nuestra lejana y profunda raíz indoeuropea. Eso y la falta de referencia sustancial, y no sólo geográfica, para ubicar en dónde termina oriente y en donde empieza occidente. Así que hay unas millonadas de fulanos, fulanas y fulanes que compartimos raíces lingüísticas y una brújula ebria. Es decir, y siempre según mi despeinada creencia, percibimos la realidad de forma más o menos uniforme. Hasta aquí todo pian pianito. Todo indicaría que está la mesa de la concordia servida porque todos podríamos entendernos mucho mejor. Sí, ¡pero no! ¿Por qué? A lo mejor porque somos muy dados a ser afirmativos contundentes, es decir, nos creemos aquello de que “en el principio era la palabra”, que dice San Juan Evangelista, y así, si lo decimos, si lo podemos enunciar con palabras, es verdad.
Nuestros idiomas “occidentales” no tienen una categoría gramatical que sí tienen otras, pocas y algunas con antiquísimos orígenes. Esa categoría se llama “evidencialidad”, y significa que para hacer una afirmación, desde la más intrascendente hasta la más profunda, uno tiene que enunciar necesariamente la fuente. Por ejemplo, en el quechua, para afirmar algo tienen qué incluir en el discurso si fueron testigos directos, si lo saben por alguna referencia, si se dedujo por razonamiento, o si sólo se imagina. Parece complicado, pero aún si lo fuera, enriquece la comunicación. Como en el español no tenemos esa función, podemos decir cualquier cantidad de sandeces con absoluta impunidad. Esas sandeces son compartidas con poco discernimiento y mucho impulso pandémico para, como novelistas laureados, imponerlas como una realidad. Los historiadores podrán tener la virtud de maquillar el pasado, pero cualquiera puede hacer de nuestro presente una épica de Ciencia Ficción o melodrama chabacano.
Hay oficios en los que la evidencialidad es necesaria, por ejemplo, el periodismo, en donde toda afirmación implica una fuente que debería ser enunciada en el discurso. Por angas o mangas tanto los emisores como los receptores de la información, somos muy tolerantes, pasalones. El periodismo suele omitir cómo sustenta sus afirmaciones, y el público asume la certeza en el entendido que el periodista, por la ética profesional, es garantía de que sus afirmaciones están sustentadas.
Referir hechos objetivamente también es una trampa, porque declaraciones y acciones pueden hacerse deliberadamente para confundir o engañar. Así, el periodismo se ampara en la objetividad pero puede generar interpretaciones subjetivas en lectores y auditorios, es decir, manipular. Esto no es tan diferente de pasar un vulgar chisme. Por ejemplo, y sólo es una suposición, si Marko Cortés afirmara que México vive bajo una dictadura y un periodista publica esa cita, la referencia sería correcta, pero la información sería incorrecta, porque debería contrastarse, por lo menos, con la definición de “dictadura”, para evaluar mejor la cita. Yo podría decir y publicar que un vecino me dijo que otro anda en “malos pasos” sin definir qué son “malos pasos” ni cómo el vecino oficioso llegó a esa conclusión. Porque incluso en quechua, una afirmación referida, deducida o imaginada, no garantiza la certeza y debe ser interpretada con mucha precaución.
Otro ejemplo. Si Jesús Ramírez, vocero presidencial, dice que alguien no respetó el protocolo en una ceremonia oficial, la nota no es lo que él afirma con ambigüedad, sino la evidencia de cuál es el protocolo y quién no lo respetó, si en verdad hubo una omisión. El por qué no lo hiciera, es otro tema. ¿Otro ejemplo? El presidente de la Cámara de Diputados reúsa permitir el ingreso de una escolta armada. Es sensible ante la opinión pública el hecho de que en un parlamento civil se presenten militares armados. ¡Dan ñáñaras! Pero es impreciso suponer una amenaza al Congreso o a la democracia. La escolta custodia a la Bandera Nacional, un símbolo patrio, y no se trató de una asamblea escolar sino de una sesión legislativa, donde el simbolismo nacional debe reafirmarse. Se ha permitido la presencia militar en el Congreso incluso durante tomas de posesión presidenciales, que yo recuerde, la de Calderón, donde estuvo el Estado Mayor Presidencial, y no como testigo simbólico sino como fuerza militar resguardando el ingreso del presidente electo, porque un militar en funciones, aún desarmado, es un arma de quién lo comanda. Aunque ese día los diputados no necesitaban militares sino referees y un cuadrilátero… Y todavía.
El caso es que una decisión del presidente de la Cámara de Diputados se difundió correctamente como un hecho, pero incorrectamente sin una evaluación rigurosa de los protocolos tanto legislativos como militares. Si hay alguna contradicción entre ambas, se debe considerar primordialmente que una escolta militar no pasea a la bandera, la custodia. Puede desarmarse a la banda de guerra pero no a una escolta. En una simple ceremonia de entrega de bandera a un cuerpo militar, potestad del presidente, se prescribe: “El Cuerpo formará armado”. Es absurdo que una escolta militar se desarme para ingresar a una ceremonia cívica puesto que, vid supra, son custodios de la Bandera Nacional, y no la van a defender con bofetadas y espantasuegras. Incluso durante las ceremonias, los propios escoltas están obligados a saludar a la bandera, y lo hacen presentando armas, no con apretones de mano ni palmaditas en el hombro. Son tan rigurosos los militares que hasta cuando están “francos” y sin uniforme, tienen estrictos protocolos ante la Bandera Nacional y superiores jerárquicos. Y a propósito, cuando en un lugar hay militares de diferentes rangos y llega uno de rango superior, todos deben ponerse de pie. No hay rango militar superior al del Presidente de la República. ¿Tendría un rango militar “alguno(a)” de los asistentes que no respetó el protocolo en la ceremonia de 5 de febrero? Si no existiera un protocolo civil para esto, entonces quien se haya puesto de pie ante el presidente lo hizo por cortesía, respeto, inercia, subordinación, o sólo por halagarlo.
Si la exigencia de los legisladores es que no ingresen armas al recinto (aunque no veo diferencia entre salón del pleno, vestíbulo y edificio), deberían tener su propia escolta abanderada para estos apuros. Hay suficientes escoltas abanderadas y bandas de guerra en las escuelas públicas de CDMX para que les hagan el paro. Además, hay bocas de legisladores que son tan nocivas en tribuna, que deberían proscribirse de acuerdo a la Convention on Certain Conventional Weapons. Total, supongo que el Ejército no está muy feliz por el desaire, sobre todo por el supuesto ingenuo de que pudiera ejecutarse un golpe de Estado con un portabandera, cuatro soldados y un sargento segundo… Ni Iturbide fue tan pichicato, ni tan obvio para disolver un congreso. Al fin todo se reduce a protocolos y, citando a Santiago Creel, ese mismo día sobre el protocolo para aprobar el acta de la sesión: “El acta no es un elemento constitutivo, sino el quórum y la declaratoria de instalación. Todo lo demás es un protocolo y los protocolos pueden cambiar”. ¿O sea…?
Es una lata no tener un lenguaje con una categoría evidencial. Desde publicaciones personales en redes sociales hasta noticias en medios, suelen tener tan poco sustento como una pirámide al revés. Sin embargo, las tomamos tal cual, y partimos de ellas para percibir nuestra realidad. Cada acción, cada declaración, vive en su limbo de ilusiones y a fuerza de imponerlas acabamos polarizando nuestra sociedad con una brújula borracha que apunta a 360 polos, si no es que a muchos más. Admitámoslo: el periodismo no se daría abasto para emitir información rigurosamente cotejada. Como están las cosas, su trabajo ya no debería ser emitir información sino desmentirla. Tal vez si ensayáramos a comunicarnos con algún lenguaje prehispánico evidencial, tendríamos menos problemas. Porque quedarnos callados nunca será una opción aceptable en tanto otros no paren de decir estupideces y mentir, pero sin la gracia inocua del Barón de Munchausen. Generalizando, y aunque habría más, tal parece que vivimos en tres países al mismo tiempo: dos “Méxicos” opuestos e imaginarios, y uno real, estupefacto y con una idiosincrasia en peligro de extinción.