Por Eloy Garza González.
Si algún lector quiere conocer el espanto y el sufrimiento que provocan los feminicidios en México, lea la novela “2666” (dividida en cinco libros) del gran escritor Roberto Bolaño. El cuarto libro se titula “La parte de los crímenes” y enumera 2666 asesinatos de mujeres ocurridos en Ciudad Juárez, rebautizada literariamente como Santa Teresa. Todos estos casos (de más está decirlo), quedaron impunes. Ningún culpable fue encarcelado. Bolaño murió en el 2003, hace 16 años, pero la investigación de estos crímenes sigue sin avanzar ni un paso.
En México es peligroso ser mujer. Tanto física como moralmente. El machismo condena de entrada a la víctima porque fue secuestrada, violada o degollada a deshoras, saliendo de una fiesta, en calles oscuras, usando minifalda o tacón alto (lo que “agrava” su responsabilidad porque le impide salir corriendo de sus agresores). El machismo justifica consciente o inconscientemente al asesino, al violador, al criminal. Y quien lee o escucha esta narración ya construye en su cabeza las razones por las que la estudiante, la trabajadora, la niña, la madre de familia, fue victimada. Pues no, el machismo es en sí mismo un absurdo, una sinrazón: no explica el feminicidio; lo provoca, lo incita, lo alienta y en el fondo, lo celebra.
Organizaciones civiles protestan en la Ciudad de México, al grito de “No nos cuidan, nos violan”. Y el machismo implícito les responde que la menor de 17 años a la que se refieren directa o indirectamente, mintió y se confundió. Pero no hay casos arquetípicos. No se trata de desmentir cada abuso, cada crimen, cada violación. La protesta de “Mexicanas al glitter de guerra” se dirige a un colectivo enfermo, a una cultura popular donde el macho hace de la mujer objeto, el marido “educa” a la esposa, el padre de familia “diferencia” entre los hijos que nacen para imponerse y las hijas que nacen para ser protegidas. Este esquema de roles sociales es lo que ya no opera, no funciona. Nunca ha servido para nada.
Pedro Armendáriz somete con amor o a lo macho a María Félix en la película “Enamorada” (1948) y refleja un vergonzoso rol de géneros. El charro, el cacique, el líder sindical, el sacerdote, son autoridades que acentúan el dominio del hombre sobre la mujer. Pero también nuestros escritores “cosmopolitas” como Carlos Fuentes solapan el machismo más rancio en novelas como “Diana o la Cazadora Solitaria” (1994), donde la amante se suicida por ser moralmente más frágil, más etérea, menos terrestre y práctica que el bravío seductor.
Entre la novela de Fuentes (que nació obsoleta) y la novela de Bolaños, hay un abismo de perspectiva. A Fuentes, el macho, con su bigote abultado a lo Pancho Villa, no lo leerá nadie en cien años y Bolaño seguirá ahí, vigente, como una joya secreta, amparado en una visión más equitativa de las relaciones sociales y de los roles de género.
Pero no será necesario referirse a Bolaño si el lector se remite a encomiar ese ataque frontal contra el machismo que es, párrafo por párrafo, la mejor novela mexicana del siglo XX: “Los recuerdos del porvenir” (1963) de Elena Garro.
No hay novela psicológica, realista, experimental, escrita por un mexicano, que no sea igualada y en buena medida superada por una mexicana, aunque el circuito comercial desnivele los sexos en aras del machismo de los editores. Diga el lector cualquier título de un escritor y le contestaré con el título correspondiente de una escritora. Mismo género, misma calidad, y muchas veces mayor profundidad.
Ayer una amiga me decía en corto estar apenada por el “vandalismo” cometido en contra del Ángel de la Independencia. Yo le respondí que los medios denuncian a las feministas que grafitearon el Ángel, mientras los feminicidas planean impunemente la forma de violar y asesinar a sus próximas víctimas. Como en la novela de Roberto Bolaño, o en la obra de Elena Garro, la clave del debate público consiste en saber dónde poner los acentos más convenientes y hacer los énfasis más adecuados.