Por Joaquín Hurtado.
«No son momentos de reclamos ni denuncias sino de unidad», me manda decir un lector asiduo de mis columnitas, crónicas y puntadas. El lector me lo dice por un estado en el que en forma sarcástica critico los hábitos depredadores de nuestros paisanos regios, modestos o pudientes, la mayoría incultos, que trepan, invaden, «conquistan» sierras y usan el campo como cantina «familiar» a donde van a arrasar flora, fauna, hacer trizas la vida ya complicada de los campesinos. Llegan mis paisanos con sus trocas, bocinas, neurosis y cuatrimotos a retar el riesgo, jugar con el desastre, a prender carbón en campos que padecen sequía, sólo por cumplir el atávico y primitivo ritual de la carne asada mientras consumen generosas cantidades de cerveza, con las consabidas consecuencias que hoy vemos caer en nuestros patios: bosques enteros reducidos a cenizas.
Ya he comentado que desde hace muchos años hice contacto con la vida rural porque fue en los remontados ejidos donde inicié mi carrera como maestro de banquillo. Gracias a esa experiencia conocí de cerca y en carne propia la fragilidad de los ecosistemas que rodean las ciudades, escuché la voz desesperada de los habitantes nativos. He sido testigo del escaso o nulo respeto que los citadinos mantienen para con el mundo rural. Algunos de ellos alquilan o compran terrenos, llegan con maquinaria pesada y arrasan con humildes pero muy importantes formas de vida, pisotean cactáceas, derriban pinos, tapan cañadas, cazan indiscriminadamente animales salvajes.
También he visto que la avaricia ha llevado a los políticos de todos los colores a especular con la tierra, las montañas, los semidesiertos, los cuerpos de agua. Con engaños o abuso de poder se apropian de grandes extensiones de tierra que luego ofrecen a la venta como fraccionamientos ecológicos. Que de ecológicos sólo tienen el color verde de los billetes.
El caos urbanizador, la ambición desmedida, el tráfico de influencias, la actitud colonialista de los citadinos, han provocado una y otra vez grandes desastres en las imponentes montañas de nuestro estado. He visto poco o nada de control, de castigo y de reparación de los daños provocados en cordilleras, ríos y llanos.
Lo que impotentes presenciamos en estos días, asolados por incendios forestales que avanzan furiosos y acaban con bosques y comunidades rurales en cuestión de minutos, es sólo una pequeña pero dolorosa muestra de lo que digo.
Vivimos de espaldas a la naturaleza. La explotamos irracionalmente, la usamos para nuestro solaz, la contaminamos, la destruimos impunemente. Esa riqueza que heredamos sin hacer nada se está agotando. Tiene los días contados. Pero no me resigno a verla morir.
Escribo todo esto no para disculparme por mi exasperada visión de los acontecimientos presentes, acepto que me gana la rabia, juro que me aguanto las ganas de expresar una reverenda mentada, y me quedo con mis lágrimas porque sé que ninguno de los responsables de organizar el desorden y prevenir las catástrofes ambientales va a hacer nada. Más allá de la foto pintoresca de los candidatos en campaña en las zonas siniestradas, sabemos que no va a pasar nada.