Por Eloy Garza González.
El mayor problema de las campañas de Nuevo León lo explica muy bien una vieja película de 1934: “El compadre Mendoza”, dirigida por Fernando de Fuentes. Se trata de un film de culto, considerado por muchos (me incluyo) el mejor de toda la historia del cine mexicano.
El protagonista se llama Rosalío Mendoza. Es dueño de una hacienda próspera, gracias a los negocios que cierra cambiando de bando una y otra vez, como se muda de camisa y de sombrero charro.
Si Rosalío divisa a lo lejos que se aproxima a su hacienda el ejército huertista, el cacique cuelga en su sala una fotografía de Victoriano Huerta. Pero si llega a su hacienda un piquete de soldados zapatistas, cuelga en su sala una foto de Emiliano Zapata. Ambos bandos son agasajados con “chicharrones, barbacoa, mezcal y muchas tortillas” (a los generales los apapacha con coñac Hennessy).
Irónico (así se expresa en cada escena donde aparece), Rosalío dice a sí mismo que “la fe en una causa justa lo vuelve a uno muy águila”. Desde luego, la causa justa para Rosalío es hacer negocios jugosos con todos los bandos sin excepción. Él le llama a eso “negocitos oportunos”. Yo lo llamo más bien: oportunismo.
Lo que sigue en la película es una tragedia propia de Shakespeare: Rosalío se hace compadre del general zapatista Felipe Nieto. Forjan una amistad entrañable: beben, charlan, apuestan al póquer y Felipe juega “a los caballitos” con su pequeño ahijado. Un paraíso terrenal de no ser porque los enemigos huertistas le ordenan a Rosalío tenderle una trampa a su querido compadre, para asesinarlo como un perro.
En la película se culpa directamente a Rosalío por cambiar de partido una y otra vez. En realidad, para mí, la culpa la tiene Felipe Nieto. ¿Por qué? Simple: por no pedirle a su compadre que renuncie de manera definitiva, al otro bando y le ofrezca su lealtad irrestricta y sin sombras.
Mudarse de partido no es necesariamente malo. Cuando uno deja de creer en un bando, puede cambiar de montura, pero no puede jinetear dos caballos al mismo tiempo. Si yo ya no creo en una organización (un grupo, un instituto político, un culto, una empresa de superación personal), porque la siento corrompida, desviada o envilecida, renuncio a ella abiertamente y sin cortapisas.
El riesgo para quien recoge adhesiones a medias, tibiamente, como el general Felipe Nieto, sin pedir pruebas categóricas, resulta muy alto. Y la culpa es de Nieto, no de los arribistas que llegan a su bando sin romper claramente con el otro grupo. Nieto se justifica con una frase que es casi una declaración suicida: “la bola (es decir, la Revolución) se hace con los que tienen ganas. Ya algún día se nos hará justicia a los que peleamos por ideales”. Pues bueno, en el pecado llevó la penitencia.