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Por José Francisco Villarreal

La Canícula no es una rareza para los reineros. Se le espera siempre implacable, pero en la memoria rural se atiende a las señales. “Si entra con agua, sigue con agua y sale con agua”. Este mítico pronóstico era más un consuelo que una realidad. Habría que ver en aquellos mis viejos tiempos al hatajo de güercos de pelo castaño con veteados de rubio tostado, un decolorado profesional hecho por el mismísimo Apolo Liceo. Por supuesto, con ese estilista, el veteado, “luces” y “rayitos”, nos quedaban divinos. El servicio era completo, porque llegábamos al otoño con un bronceado acapulqueño fenomenal, antecedente local del pollo frito. Decirle a alguien “güero” era una mera cortesía tan genérica como “güey”. A pesar de todo, había agua para la sed humana, animal y vegetal. Los osos no tenían que rapelear hasta las albercas citadinas para darse un chapuzón.

Contaba mi agüelo que hubo sequías muy feroces, pero el subsuelo siempre fue generoso. Para estas tierras el “air fryer” no es novedad: el sol nos rostizaba por encima, pero las raíces de los árboles bebían a gusto de los mantos freáticos, y nosotros de las norias. Sin excesos, eso sí, “Porque te empachas de agua”, decía mi agüela, que preparaba un refresco a base de vinagre casero que sí quitaba la sed, aunque sin el adictivo cosquilleo de las burbujitas. Porque un “empechier” de esos mata hasta a un caballo. Aquellas sequías se notaban más en los rostros, en las milpas, y en las siestas, que eran particularmente incómodas. Esas siestas las tomaba encaramado en un huizache donde había a la vez sombra y viento; y no, nunca me caí.

Así era nuestro “desierto”: veranos intensos a la sombra de una anacua y comiendo nubes como dunas y camellos; crepúsculos a la fresca del patio recién regado; y mi agüela revoleando su abanico de cartón con la foto de Pedro Infante, cortesía de la Carnicería Garza. No más. Aunque alguna vez, al encender el quinqué de petróleo, debí adivinar el infierno que estábamos construyendo. 

Comprendo a la gente que vive pegada y apegada al campo. Tienen razón en el sur del estado al rechazar que se reduzcan los caudales de ríos y arroyos para apagar la sed bizantina de la metrópoli, una sed ígnea que como el “higrón pyr”, no se apaga con agua. El bien regado Valle de Monterrey descrito por don Diego Díaz de Berlanga no se entiende, suena como El Dorado o Jauja del siglo XVI. Sólo se adivina en el verde de los pocos árboles que hemos dejado crecer, siempre achaparrados y mutilados por una red laberíntica de cables. La gente de campo lo entiende mejor. Cubrimos kilómetros con un inmenso comal de cemento y asfalto, cedimos a empresas el usufructo del agua para acabar de disecar y desecar el cadáver del otrora fértil valle. En este desierto citadino hecho a nuestra medida, ahora vemos al campo como el espejismo de nuestra salvación. No importa (nunca ha importado) extender la lepra citadina hacia todos los confines del estado. Nuestras momias malditas, maldicen.

No exageró el presidente López al pedir que las empresas que captan una buena cantidad de agua en Nuevo León, redujeran o suspendieran temporalmente su producción. Esa agua es necesaria en la llave de cada casa, no embotellada en los frigoríficos de las tiendas. Exageran quienes suponen que se castiga o se aniquila a esas empresas. Sí, son miles de empleos los que generan. Sí, son miles de ciudadanos, legítimos propietarios del agua, los que sufren su escasez. Se puede negociar para que el estado y el gobierno federal apoyen a los empresarios durante el interdicto hídrico, pero no se puede negociar con la sequía. No valen cubrebocas, ni antibacteriales, ni confinamientos para evitar esta pandemia tan peligrosa como el Covid. La emergencia está aquí, no puede esperar a un ducto nuevo, a una presa, a un huracán o a pipas acarreando agua desde Guadalajara convertida de pronto en la Venecia de Occidente.

Hace años, las empresas que usan agua en exceso en sus procesos y productos fueron útiles para el progreso de Nuevo León. Aún la Cervecería, que prosperó a costas de eliminar mañosamente el consumo local del pulque. Esta sequía ha demostrado que ya no están emplazadas en un lugar adecuado, y que, para permanecer aquí, deberían regular su producción limitándose por ley y RIGUROSAMENTE la cantidad de agua de la que pueden disponer, no en función su producción sino de las necesidades de la comunidad. ¿Se arruinaría la economía estatal? No lo creo. No es cuestión de luchas de poder sino de supervivencia de toda una cultura. Una transición a largo plazo, claro, pero necesaria. Porque hasta ahora, las soluciones al suministro de agua en el área metropolitana de Monterrey se perfilan para convertirla en un oasis hidrópico… y al resto del estado en un desierto.

Un amigo gabacho me presumía de haberse tomado felizmente unas cervezas mexicanas allá, en su tierra. Le felicité por haber aumentado el caudal del Manzanares meando unos litros del agua que nos han quitado acá. Nuestro Santa Catarina y otros fluviales ya empiezan a ensayar aquello de: “Yo soy el río avariento/ que en estos infiernos frito,/ una gota de agua sola/ para remojarme pido”. Desgracia que no tenemos un Pancho Quevedo para actualizar los versos… Aunque tenemos un Pancho Serrano, que bien podría hacernos la merced.

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// José Francisco Villarreal

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Autor: stafflostubos
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