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El váguido de un supiritaco

Por José Francisco Villarreal

En mi niñez rural, las enfermedades eran un lujo apremiante que se satisfacía con pócimas, untos y ensalmos. Eso me hizo reacio a enfermar, con tal de no tragar menjunjes y soportar piadosos exorcismos. La perspectiva de la enfermedad cambió cuando me instalé en la engañosa comodidad urbana. El cambio fue traumático. Entonces enfermar se convirtió en una sensación extraña, como tener algo ajeno dentro, algo como un chivo en cristalería: el oficial Kane (John Hurt), del “Nostromo”, empollando una pesadilla de Hans R. Giger. Jarabes, inyecciones, píldoras y tabletas me hicieron extrañar los ritos de mi agüela. ¡Paraíso perdido! Eso sin contar con que la “urbanidad” reclasifica las enfermedades poniéndoles nombres intimidantes, y haciéndonos dependientes del consultorio médico cuya asepsia siempre me ha parecido funerariamente sospechosa. Acaba uno desarrollando una paranoia facultativa, algo similar a la hipocondría donde hasta un estornudo nos espanta. No se piense que desconfío de la paranoia. Siempre he creído que el paranoico tiene razón sobre la amenaza, sólo que se equivoca sobre su origen. La hipocondría es lo mismo. El hipocondriaco es un pesimista que sí está mal pero imagina lo peor. Esa incapacidad de desarmarnos para revisar la maquinaria y ajustar las tuercas nos lleva siempre a errores.

Reflexiono en esto porque mi salud no es buena. Pero ya no tengo tiempo para especular, así que prefiero dejar que la enfermedad ponga sus reglas y adaptarme a sus limitaciones. Juego un poco recuperando los viejos nombres de las dolencias: soponcio, váguido, agilamiento, pálpito, patatús, andancia… Desde este vademécum popular, me di cuenta de inmediato que el desmayo presidencial de última hora que los titulares transmutaron en infarto que finalmente se oficializó como váguido, desinformó de todas formas. Lo más probable es que fuera un supiritaco. Y casi lo aseguro porque lo padezco con frecuencia. Con mayor razón don Andrés que es más mayor que yo, y más placeado. Que le haya rebotado el CoVid, es el ribete obligado para la enfermedad crónica que todos  empezamos a padecer desde neonatos: la vejez. El esfuerzo excesivo siempre nos causa un supiritaco. La diferencia está en la edad. Va desde cansancio, fatiga, mareo, desvanecimiento, desmayo o deceso y, en todos los casos salvo el último, abre la fisura por donde puede colarse cualquier enfermedad oportunista. Es de lo más normal.

El supiritaco no se cura con píldoras. Descanso y algo dulce, no más. Algo así como un chocolate tras un ataque de dementores o una crisis de depresión. Soy afortunado de que mis frecuentes supiritacos no hacen figura ni trascienden más allá de mi casa. Una pena por don Andrés, cuyo súbito supiritaco hizo volar saliva, tinta, bites y oraciones (en pro y en contra). La especulación llevó al humilde supiritaco presidencial a las antesalas de las más pomadosas enfermedades. ¡Ah, la especulación!, dos espejos que se contemplan entre sí en una vieja barbería. Recordando mi infancia rural, ante la duda sobre un síntoma, lo normal era encomendar al paciente con algún santo milagroso, al tiempo que se buscaba en el repertorio de tizanas la pócima más adecuada. En nuestra hipocondría urbana no movemos un dedo ni un buen deseo, imaginamos lo peor, y más peor si el paciente nos desagrada. Entre los políticos malquerientes de don Andrés hubo condolencias más falsas que un tequila uzbeko. Hasta leí una ironía de un político local que deseaba la salud del mandatario encomendándolo a un servicio médico al que él mismo no acudiría ni en una emergencia, y al que la raza jodida no tiene más remedio que acudir. No vi demasiados memes, aunque en círculos privados sí hallé, abiertamente o mal disimulados, deseos sinceros de un desenlace fatal. Tal vez la oposición tenga razón y el humanismo de la 4T sea impreciso y hasta falso, pero esa despiadada oposición, institucional u orejana, no es humanista y sí es inhumana.

Donde la fiesta fue más “divertida” fue en medios de comunicación y en la presuntuosa “opinocracia”. Desde noticias contundentes hasta teorías más fantásticas que el nuevo orden reptiliano mundial de los anunnakis masones. Todo por “culpa” de un vacío informativo oficial. En efecto, hubo lentitud para dar un parte médico sobre un asunto que sí es de interés nacional. Pero, en mi anacrónica formación periodística, yo sabía que ante la falta de información, la noticia es precisamente eso: la falta de información. No me había enterado que la nueva preceptiva autoriza al periodista y al columnista a inventar la información cuando no se tiene una razonable certeza. Debí imaginarlo. Ya no hay tema ajeno para el periodismo y la opinocracia enciclopédicos. Si alguno cometió el despropósito de candidatear a don Andrés para Premio Nobel de la Paz, ahora sí tenemos argumentos sobrados para proponer a nuestros medios y opinólogos para Premio Nobel en Medicina. Aunque, habrá quienes digan que esos pronósticos eran el desiderátum de una oposición, real, alquilada o comedida. ¡Son infundios! Pura euforia libre-expresiva para festejar la abrogación de la reumática Ley sobre Delitos de Imprenta. Los caballos también siguen masticando una imaginaria embocadura del freno cuando se lo quitan.

Para estar a tono con teorías enigmáticas, especulo que sí hubo opositores, pero con poco cartel publicitario, que de veras se preocuparon por la salud de don Andrés. La sensatez no tiene partidos; la insensatez, sí. Éstos, si los hubiere, tenían sobradas razones para preocuparse. Un indeseable deceso, incluso una posible incapacidad clínica para gobernar, conmueve a la gente y conmociona a un régimen. El resultado sería un supiritaco nacional muy grave, con muchos soponcios, váguidos, agilamientos, pálpitos, patatuses y andancias, individuales y colectivos. No es improbable que la ciudadana y humana simpatía compasiva con el paciente reforzara la popularidad del régimen. En tanto que habría la prisa frenética desde todos los ámbitos políticos y económicos no sólo por ocupar la vacante, también por controlarla. Con los tres poderes de la nación en muy justo entredicho, como lo están, el resultado sería epidémico para los mexicanos. Un choque frontal entre aspirantes, aspiracionistas y aspiradoras del erario. Además, un momento oportuno para la injerencia más descarada de los de por sí descarados países metiches e intereses internacionales. Un río revuelto, pues.

Dicen, a mí no me crean, que la Asociación Internacional de Genios de la Lámpara decidió cancelar definitivamente el otorgamiento de deseos. Los djins creen que los humanos no saben pedir deseos. El supiritaco presidencial lo ha demostrado. Dicho sea con el perdón por el retobo, pero desear un mal ajeno para obtener un bien propio es desear a lo pendejo.

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// José Francisco Villarreal

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Autor: lostubos
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