Por Carlos Chavarría
Por 70 años, desde el surgimiento del viejo PNR, luego convertido en el viejo PRI –viejo solo para distinguirlo del derrotado a partir del año 2000–, México, la nación y sus gentes, no tenían que preocuparse por aquello que la ciencia política ha bautizado como “calidad de la democracia”, no debían preocuparse simplemente porque no existía la democracia, pues el PNR no se fundó con propósitos democráticos, sino para acabar con las asonadas de los generales que se creían con derecho al botín de guerra revolucionario, aun los de espada virgen.
Los asuntos públicos se conducían bajo un “muy sano” modelo de gobierno autocrático-paternal-populista que mantenía las cosas bajo control y que aprovechó el boom económico de las postguerras, así como la demanda petrolera para distribuir beneficios a todas las clases sociales. Pocos o muchos pero repartir beneficios era algo desconocido en nuestro país de esa época.
En 1979, Octavio Paz escribió unos estudios que tituló El ogro filantrópico, al hacerlo quitó la máscara al sistema nación en que vivíamos o vivimos según se aprecie. Abiertamente se refirió al amenazante fenómeno en México del cáncer del estatismo y la nueva clase a la que dio lugar: la burocracia. Esta la constituyen los políticos vueltos en funcionarios públicos, así como los empleados que se sentían dueños de las instituciones públicas donde trabajaban, los gastos faraónicos de la alta burocracia y la percepción que tiene ese grupo de que las instituciones están al servicio de ellos y no del pueblo.
Personas de irreprochable conducta privada y espejos de moralidad en su hogar, pero políticos al fin, no tienen escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fueran propios y, algo peor, no admiten críticas a sus actos, ni son limitados por el presidente en la mayoría de los casos debido a la ayuda recibida de ellos.
Claramente el sistema político no era invulnerable y sus resultados de paz y crecimiento económico debían sacrificarse para mantener el mismo estado de sujeción política de la población entera. Viéndose acorralado el presidencialismo y las burocracias políticas, que lo controlaban todo, cedieron algunos espacios a las minorías pero no el control del régimen.
Ante la presión de un mundo, que para salir de sus crisis económicas recurrentes debia modernizar los métodos de control social sobre los gobiernos, obligan a México y todos los países a comprometerse con mecanismos de transparencia y equilibrio en los poderes públicos a mejorar la calidad de sus democracias.
Los ciudadanos no tenemos métodos de control directo sobre las acciones y resultados de sus gobiernos y de ahí la construcción de instituciones autónomas para ejercerlo. Esos órganos autónomos y el acceso de las minorías políticas lograron instalar, al menos formalmente, controles institucionales y prácticas electorales que exhibieron desde adentro las debilidades y errores del presidencialismo, obstaculizaron las tropelías de siempre.
Los avezados políticos mexicanos entendieron los riesgos implicados para sus grupos y torciendo las leyes lograron sostener el presidencialismo para obstaculizar el decurso histórico autodestructivo al que se dirigen todos los regímenes de poder presidencial absoluto, como el de México que ahora se declara con absoluta franqueza contra los tímidos esfuerzos para mejorar nuestra calidad democrática.
Bien resumido por el politólogo de la UNAM César Cansino:
“Cabe reconocer que al deterioro y la falta de maduración institucional de nuestras incipientes democracias, se suma además la persistencia de ominosos factores, tales como: a) una cultura política providencialista dominante en buena parte de nuestras sociedades (a partir de la cual muchos ciudadanos siguen esperando y viendo los avances democráticos como dádivas de los “de arriba”), alimentada en buena medida desde el poder político y las posiciones de gobierno; b) actitudes y conductas patrimonialistas de parte de la clase política y de las burocracias partidistas, que siguen, de facto, expropiándoles a los ciudadanos la iniciativa y la capacidad de decisión reales; c) poca o nula transparencia y rendición de cuentas de partidos y gobiernos hacia la ciudadanía y, por ende, retroalimentación del círculo perverso de la corrupción y la ineficiencia gubernamentales; d) prácticas partidistas corporativistas y clientelares, que traducidas en acción gubernamental, refuerzan el rol de súbdito y no así el de ciudadano activo y responsable; y e) en general, un clima de gran desconfianza y descalificación entre los actores partidistas y gubernamentales, que mina de entrada la posibilidad de la construcción de una cultura del consenso y traba las posibilidades de conformación de mayorías y coaliciones democráticas”. [Cesar Cansino, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales⎥ Universidad Nacional Autónoma de México Nueva Época, Año LVIII, núm. 217⎥ enero-abril de 2013⎥ pp. 79-98]
¿Este será el legado de López Obrador que habrá de llevarlo a pasar a la historia?